Al iniciar esta página no puedo eludir las sirenas y los gritos que se escuchan en las calles jerosolimitanas. Al lado del aullido de sirenas se alza una mixtura de voces en idiomas desiguales que revelan violentos choques sin precedentes que dan paso a una inédita era en las relaciones entre judíos y árabes en Israel.
Las sirenas que abrumaron la Knesset y obligaron a sus moradores a buscar refugio; los choques entre estudiantes en la filial universitaria que se levantó después de la guerra de los Seis Días; los puntuales y repetidos ataques a ciudades y aldeas israelíes que limitan con Gaza; el silencio del líder árabe Mansur Abbas de quien depende el tejido de una nueva coalición gubernamental: algunos signos de un radical viraje en esta parcela del mundo.
La nueva estrategia del Hamas tiene dos objetivos. El primero es desalojar a los líderes palestinos en Ramallah quienes anularon las elecciones programadas anticipando una derrota. En su perspectiva, los ataques a las ciudades y a los kibutzim en horas previamente señaladas prueban quién es y dónde se localiza el verdadero liderazgo de la resistencia palestina.
Por y en estas circunstancias, el octogenario y declinante Mahmoud Abbas debe abandonar su cómodo sillón y ceder lugar a quienes van más allá de sus huecos pronunciamientos.
Y el segundo: llamar a una agresiva resistencia a la amplia ciudadanía árabe – más de un quinto de la población de Israel – que hasta aquí se ha manifestado sólo a través del voto, y sumar a ella los miles de árabes sin formal identidad que en Jerusalem y en otras ciudades veneran las huellas del Islam.
Dos objetivos que reclaman la pronta articulación en Israel de una lúcida coalición gubernamental.
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