A mi amigo Luis Garrain Villa, Cronista Oficial de Llerena.
A mis abuelos maternos que vivieron en LLerena, in memoriam.
No a nosotros, Señor, no a nosotros,
sino a tu nombre da la gloria,
Salm.113,1
Heracles, el de los trabajos legendarios, soñó que ya había conquistado Occidente, y no habiendo encontrado la Fuente de la Vida, la buscó aún más lejos. Le dijeron que se hallaba en Llerena, en la antepuerta de la lejana Tartessos, e inició la peregrinación con sus compañeros montado en un semental negro azulado de pura raza, embridado con una gruesa serpiente. Llegados a Llerena, fueron conducidos a la entrada de una gruta.
Heracles y los suyos emprendieron la exploración de las entrañas de la cueva provistos de antorchas. Pronto se sintieron los amigos del semidios sorprendidos y atraídos por el fulgor que desprendían las paredes de la gruta, y al darse cuenta de que eran piedras preciosas se detuvieron a cogerlas llenando con ellas sus talegas. Fue así como se perdieron, pues su única salvación era seguir la luz que provenía del exterior, por lo que retrocedieron, y al salir comprobaron que no habían encontrado la Fuente.
Heracles, en cambio, siguió adelante solo y llegó al final del laberinto. Al salir se halló en una verde pradera en cuyo centro una fuente vertía sus aguas de maravillosa transparencia en una alberca. Y al caer, el rumor del agua era melodioso como un salmo. Junto a la fuente, ofrecía su boca sombreada un cántaro de barro invitando a beber. Heracles lo llenó hasta sus bordes y cuando iba a llevárselo a los labios un anciano detuvo su brazo diciéndole:
– ¡No bebas, gran héroe, no bebas!
– ¿Por qué no he de hacerlo.
Acaso no es esta el agua de nunca morir?
No quiero perecer para siempre como mi maravilloso amigo Teseo, ni verme arrebatado por las Parcas como mi fiel Quirón, el fiel Centauro.
– Si, ella tiene la virtud de volverte inmortal, pero no debes beberla.
– Dime porqué no.
– ¡Ah! Yo la bebí hace siglos, poderoso señor… y no he muerto aún.
– Entonces es verdad que quien la beba hallará la vida eterna…
– Sí, es cierto. Pero yo bien querría no haberla bebido.
– ¿Por qué, pues?
– Porque he visto morir a tantos…, a todos los que iba queriendo y me querían… Padres, hermanos, mujeres, hijos y amigos me pesan como una cadena que arrastro.
¿Para qué quiero yo la eternidad si nadie me conoce? La eternidad que pertenece al Solitario del Sinaí, al celoso Dios de Israel, sea bendito Su nombre, y a quien sirvo. Los demás dioses son mentidos, creados por la angustia de los hombres necesitados de consuelo.
Comprendió Heracles la tristeza del anciano y también la imperiosa necesidad de la muerte, y tras reemprender viaje camino de Tartessos, la de las columnas de plata, arrojó con decisión el cántaro lejos de sí, y allí donde el agua formó pequeño charco brotó un olivo, ya longevo, que permanece en pie y cobija bajo su copa a los nietos de los nietos del gran héroe, que a su sombra escuchan de continuo esta misma historia de labios de un anciano.
Anno Templi DCCCXCVI
Está muy bien Antonio, un abrazo
Yo tampoco quiero la eternidad.