Enrique Peña Nieto definirá mañana sábado el destino de su sexenio. Después de la Docena Pánica su partido, que gobernó algo así como siete décadas, recobra el poder ejecutivo con el compromiso de no tropezar en los errores que causaron su caída. Después de una campaña intensa obtuvo el triunfo que lo obliga a justificar su presencia, responder a los reclamos de quienes votaron en su favor y en su contra, escuchar la voz de quienes más necesitan, definir con claridad su plan de trabajo, lograr sus metas sin concesiones a los intereses opuestos al bien común. Es la oportunidad de hacer que los mexicanos reencontremos fórmulas de equidad social ignoradas por ineptitud, ignorancia o corrupción.
El discurso de su toma de posesión el próximo sábado es, sin duda, el más importante de su vida. En él deben estar planes concretos de ejecución inmediata y omitirse cualquier devaneo demagógico; debe usarse el lenguaje común de la gente y rechazar los conceptos vagos o incomprensibles. De que le entendamos y nos convenza depende que cuente con el mayor apoyo posible en el sexenio que no se muestra fácil ni confortable, míresele por donde se le mire.
El fondo debe ser una declaración de principios y un plan de acción adecuado a nuestras circunstancias. La forma ha de corresponder a ese fondo; que se entienda con claridad para prescindir de la necesidad de un intérprete. Y no prometer más de lo posible, frenando los sueños faraónicos y sujetando la ambición de crecer a nuestra realidad.
Caemos placenteros en el lugar común de tomar del Quijote los consejos a su escudero cuando Sancho aceptó, “…por el deseo que tengo de probar a qué sabe ser gobernador…”, gobernar la ínsula ofrecida por el duque. “Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo… haz gala de la humildad de tu linaje… hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las alegaciones del rico… si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino de la misericordia… si mal gobernares, tuya será la culpa…”, le dijo don Quijote entre otras recomendaciones recibidas con humildad por Sancho, consciente de su carencia de letras pero no de astucia y buenas intenciones.
El encargo de Sancho duró 10 días, tiempo de resumir su experiencia: “He ganado el haber conocido que no soy bueno para gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueño, y aun el sustento, porque en las ínsulas deben comer poco los gobernadores…”. Tal resumen, muestra de claro juicio hizo Sancho al terminar su desempeño. Lástima que su vida no sirva de ejemplo a quienes en estas épocas y en estos campos terminan de gobernar sin asomo de autocrítica, sumergidos en un pantano de alabanzas delirantes, bajo arcos triunfales de papel de china y frases huecas.
Llega un presidente, hola, y se va otro, adiós.
El recién llegado no gobernará Barataria, producto de la imaginación, sino un país con 60 por ciento de miserables, 6 millones de analfabetas, generaciones enteras de jóvenes sin acceso a la educación superior, 100 mil muertos y desaparecidos en una guerra perdida contra narcotraficantes y delincuentes comunes cuyo poder se ha multiplicado en seis años, una corrupción penetrante como las humedades en todas las actividades públicas, el más grotesco contraste entre el puñado de ricos cada vez más ricos y el universo de pobres en vía de paupérrimos.
El nuevo gobernante habrá de requerir algo más que los consejos cervantinos.
Restan cinco días a este sexenio despedido con cantos de corridos mariacheros, portadas y reportajes monegascos en el papel cuché de la vanidad bonita, atmósfera de beneficio y despedida de toda la compañía en el fin de fiesta sainetero y trágico de un país que se achicó en todo hasta en su nombre.
Démosle al nuevo presidente el beneficio de la esperanza. Pertenece al mito político mexicano una experiencia sin excepciones: conocemos al nuevo presidente el día que se sienta en la silla. La Silla. Cambia, se transforma, aparece o se difuma; si era mudo empieza a hablar sin nadie que lo calle y si era gris se viste de lentejuelas, de verde, de azul o de estadista. Todo puede pasar. Todo ha pasado. No ganamos (¡lo que nos han costado!) para sorpresas.
Los mexicanos de mi edad, que somos pocos ya, hemos visto mucho. Los que nunca pertenecimos ni pertenecemos a partido político alguno confiamos (hablo por mí) en el cambio hacia la madurez, la prudencia y la verdad.
A Enrique Peña Nieto, buena suerte. La va a necesitar. Buena suerte a México.
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