Holocausto, estrella de redención lingüística

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Todos tenemos enemigos. Tener enemigos nos obliga a no ser superfluos. No es superfluo quien siempre está atento a los avatares políticos. La política, para ser bien entendida, nos exige ser cosmopolitas. Los cuatro axiomas o principios anteriores tienen que servirnos para dejar claro qué se aprendió del holocausto (escribiré la palabra “holocausto” siempre con minúscula, lo haré así no porque desee minimizar el hecho histórico que lleva el nombre “holocausto”, sino para quitarle un poco de alegoría al tema).

Basta que dos entes, personas o cosas puedan moverse para que nazca un enemigo o un obstáculo. Sólo los pueblos quietos, sin afanes, carecen de enemigos. Enemigo no es quien tiene planes distintos a los nuestros, sino quien desea ir por el camino que nosotros iremos o quien desea lo que nosotros deseamos. ¿Cómo es posible que a dos naciones se les ocurra tener un mismo objetivo? Es posible cuando dos naciones echan mano de la misma técnica.

Pongamos un ejemplo. La nación A quiere construir diez edificios y la nación B construir diez barcos, y para hacerlo necesitan la energía que hay en cierto lugar. Tienen, vemos, fines distintos, pero un mismo medio (que se vuelve objetivo desde una perspectiva política). Ambas naciones querrán ser las primeras en instalarse en el lugar de la energía. ¿Habría enemistad si una de las dos naciones pudiera obtener lo que necesita de otro modo?


Digo todo lo anterior para que quede claro que siempre habrá enemistad entre los pueblos por el simple hecho de que viven en un planeta muy pequeño en comparación con sus ambiciones. La política se transforma en dogmatismo cuando deja de tomar en cuenta los límites de los recursos con los que cuenta.

Quien construye máquinas construye objetos y al hacerlo construye palabras y además se construye el derecho de apropiarse de los lugares donde sus máquinas pueden operar. ¿Qué querían los organizadores del holocausto? Apropiarse del planeta. Su tecnología, creían, los hacía autosuficientes, es decir, libres de tener que tratar con otros pueblos. Creyeron que la tecnología, pues usaban una lógica mecánica, era el signo del perfeccionamiento de su razón.

Todo lo anterior le parecerá superfluo al que estuvo en un campo de concentración. Y sí, es superfluo cuando es visto desde la radicalidad vital a la que nos lleva el estar en constante peligro de muerte. Pero no lo es cuando hay paz.

El pueblo judío hará mal en sacar sólo una lección moral de lo sufrido. Es necesario, si quiere mejorarse como pueblo, que saque una lección política. ¿Qué es la política? Es la profesión orientada a transformar las sensaciones y las vivencias ajenas en intuiciones y en conceptos propios aptos para ser insertados en la filosofía propia.

De todo lo que sabemos, de todo lo que los otros nos dicen que saben, únicamente podemos recordar con fidelidad la “extensión” y la “figura”. Lo extenso tiene anchura, altura, profundidad, y toda figura tiene límites, líneas que la acotan. ¿Podríamos tener recuerdos precisos del holocausto si no hacemos abstracción, si seguimos embelesados con las imágenes terroríficas que creó?

El pueblo alemán que organizó el holocausto era un pueblo incapaz de vivir sobre su propia realidad, es decir, incapaz de vivir conscientemente. Sólo quien puede determinar las causas de un acto, sopesarlas, está arriba de su existencia, o sea, tiene una visión panorámica. Y quien tiene una visión panorámica siempre llega a tener una “revelación”.

Los que padecen el infierno que es un holocausto descubren que la amenaza constante de muerte arrasa todo lo superfluo, cualquier nube de irrealidad, y conocen que es necesario agarrarse de algo esencial. Esencia es el fundamento no revelado de una realidad. ¿Qué fundamentaba los actos de los alemanes? La enemistad. El pueblo alemán que quiso exterminar a los judíos era un pueblo estibado sobre un esencia que no podía expresar. Sólo los pueblos que saben intuir y conceptuar las esencias de la existencia, como lo son la enemistad, el buen uso del lenguaje, la política y el cosmopolitismo, transforman dichas esencias en revelaciones.

Un objeto que es visto como un principio o axioma es percibido de manera muy distinta a como se percibe un objeto que es visto como un medio o como un fin. Todo objeto es pasajero. Toda palabra que designa un objeto es pasajera. Cuando un pueblo adopta un lenguaje hecho para la técnica está adoptando un lenguaje pasajero. Y un lenguaje pasajero es, al fin y al cabo, un lenguaje indigente. Y un hombre que usa un lenguaje indigente es un indigente, esto es, alguien que tendrá más enemigos que nadie, alguien superfluo, alguien inepto para la política, es decir, siempre provinciano.

El pueblo alemán, con todo y su filosofía idealista y su ciencia, ha sido el pueblo más provinciano de la historia humana. El pueblo judío será un pueblo provinciano si cree que lo que sufrió en el holocausto le ha dado una experiencia especial, única. Pensar así sería pensar sólo lógicamente, mediante conceptos, juicios y raciocinios, operaciones mentales que todos los hombres pueden ejecutar y que sólo brindan un conocimiento cuantitativo.

Decir “yo soy el pueblo que más ha sufrido” o “yo soy el pueblo con más enemigos”, haría al pueblo judío creerse, como el alemán creyó, un pueblo con una intuición del mundo única. El pueblo judío fue elegido por Dios para enseñar a los otros pueblos la esencia de lo divino, de lo eterno, la esperanza, concepto fundamentalmente hecho de la idea de eternidad, pero no para imponer su mentalidad. Ni los alemanes son los que mejor conocen el arrepentimiento ni los judíos son los que conocen mejor el sufrimiento. Ambas entidades políticas tienen que aspirar a abstraer el sufrimiento y el arrepentimiento de la otra para no volverse superfluas, meras habladoras de superfluidades (es superfluo el que se arrepiente o se queja de algo que no hizo ni sufrió).

El pensamiento cosmopolita debe ser un pensamiento gramatical, capaz de entender el orden mental de cualquier nación. Al entender tal orden podemos conocer qué afana el vecino y los límites que tiene al hablar, es decir, al pensar, al negociar, al comprender al prójimo.

Los que vivieron en los campos de concentración, en constante alarma, aprendieron, seguro estoy de ello, a hablar pensando, a no pensar sólo cuando se está en silencio, como decían los filósofos Rosenzweig y Heidegger. Todo lenguaje deja de ser frívolo, superfluo, parlanchín, cuando usa los signos con que forma sus proposiciones meditando si éstos son o no ofensivos para el interlocutor, si son políticamente correctos sin dejar de ser expresivos y si son comprensibles para cualquiera que pueda leerlos. El holocausto es para nuestros idiomas como una estrella de la redención, como una guía que les permite hablar de lo esencial y no supercherías.

Acerca de Edvard Zeind Palafox

Edvard Zeind Palafox   es Redactor Publicitario – Planner, Licenciado en Mercadotecnia y Publicidad (UNIMEX), con una Maestría en Mercadotecnia (con Mención Honorífica en UPAEP). Es Catedrático de tiempo completo, ha participado en congresos como expositor a nivel nacional.

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