Hoy, lejos de la realidad, conocí la eternidad

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En un rincón olvidado del cosmos, donde el tiempo se pliega sobre sí mismo como un lienzo infinito, vivía un ser humano, un alma atrapada en la danza perpetua de la existencia. Su nombre, si alguna vez tuvo uno, se había desvanecido en las brumas del olvido, reemplazado por la simple designación de “el Caminante”, pues así lo llamaban los ecos de su propia mente, reverberando en los pasillos de su conciencia. El Caminante no era un héroe, ni un sabio, ni un mártir; era, simplemente, un hombre que cargaba el peso de una pregunta tan antigua como el universo: ¿Qué es real?

El día eterno

El sol, un orbe implacable que parecía observarlo con desdén, había abrasado el mundo aquel día. El Caminante, con las manos curtidas por el esfuerzo y la frente perlada de sudor, regresó a su morada tras una jornada de trabajo agotadora. Su hogar no era más que un refugio modesto: paredes de adobe desgastadas por el tiempo, un tejado que crujía bajo la presión de los vientos, y una cama que parecía más un lecho de penitencia que de descanso. Cada paso hacia su hogar resonaba con un eco de fatiga, como si el suelo mismo absorbiera su energía, reclamándola para algún propósito desconocido.

Al cruzar el umbral, el aire fresco del interior lo envolvió, un alivio efímero contra el calor abrasador del exterior. Se desplomó sobre su cama, con el cuerpo rendido pero la mente inquieta, atrapada en un torbellino de pensamientos informes. Cerró los ojos, y el mundo se disolvió en un abismo de oscuridad. El sueño lo reclamó, pero no fue un sueño ordinario. Fue una puerta, un portal hacia un laberinto de realidades entrelazadas, un acertijo filosófico que desafiaría la esencia misma de su ser.


El sueño dentro del sueño

En su sueño, el Caminante se encontró nuevamente en el yugo del trabajo. Las herramientas en sus manos eran pesadas, como si estuvieran forjadas de plomo, y el sol, aún más cruel que en la vigilia, parecía burlarse de su esfuerzo. Cada golpe de su martillo resonaba como un latido cósmico, un recordatorio que el tiempo seguía su marcha inexorable. Al finalizar la jornada, exhausto, regresó a una casa idéntica a la suya, pero con sutiles diferencias: las grietas en las paredes formaban patrones que parecían susurrar secretos, y el aire tenía un aroma a ozono, como si una tormenta eléctrica hubiera pasado recientemente.

Se acostó, cerró los ojos, y el sueño lo atrapó nuevamente. Pero este no era un simple descanso; era otro sueño, un reflejo dentro de un reflejo. En este nuevo sueño, el Caminante trabajaba bajo un cielo púrpura, donde las estrellas titilaban con una luz que parecía viva, consciente. Su tarea era construir una torre que nunca terminaba, cada ladrillo colocado revelaba un nuevo nivel que debía escalar. Al final del día, regresó a una casa que ahora tenía ventanas que daban a un vacío infinito, un abismo donde las leyes de la física parecían disolverse.

Y así continuó, sueño tras sueño, cada uno anidado dentro del anterior como una matrioska infinita. En cada sueño, el Caminante vivía un día de trabajo agotador, llegaba a una casa que era a la vez familiar y extraña, y se sumía en un nuevo sueño. Los detalles de cada mundo eran vívidos, casi demasiado reales: el crujir de las tablas bajo sus pies, el aroma del pan recién horneado que nunca comía, el roce de las sábanas que parecían tejidas con hilos de estrellas. Pero cada sueño llevaba consigo una certeza inquietante: no estaba solo. Algo, o alguien, lo observaba desde las sombras de su propia mente.

El despertar en cadena

El problema, como pronto descubriría el Caminante, no era caer en el sueño, sino escapar de él. Para despertar, debía deshacer el camino, despertando en cada sueño en orden inverso, desde el más profundo hasta el primero. Cada despertar era una batalla, un acto de voluntad que requería recordar quién era y dónde estaba. Si se saltaba un solo sueño, quedaría atrapado en esa dimensión, condenado a dormir eternamente en un mundo que no era el suyo, hasta que el ciclo del sueño lo encontrara nuevamente, si es que alguna vez lo hacía.

El proceso era agotador. En el sueño más profundo, se encontraba en un desierto de cristal, donde cada grano reflejaba un fragmento de su vida: momentos de alegría, de dolor, de duda. Para despertar, tuvo que enfrentarse a su propio reflejo, un doppelgänger que le susurraba verdades incómodas: “Eres un sueño dentro de un sueño, y nunca sabrás quién sueña contigo”.

Con un esfuerzo titánico, el Caminante rompió el cristal y despertó en el sueño anterior, sólo para enfrentarse a un océano de tinta negra donde nadaban criaturas que parecían pensamientos olvidados.

Cada despertar era una prueba, una meditación sobre la naturaleza de la realidad. ¿Era el dolor en su cuerpo una señal de que estaba despierto, o simplemente un truco de su mente? ¿Eran los rostros que veía en cada sueño fragmentos de su alma, o eran otros soñadores atrapados en el mismo ciclo? La duda, como un veneno, se infiltraba en cada rincón de su ser.

La duda cartesiana

Cuando finalmente despertó en su cama original, el mundo le pareció extrañamente frágil, como si estuviera hecho de papel. El sol entraba por la ventana, pero su luz tenía un matiz irreal, como si alguien la hubiera pintado con acuarelas. El Caminante se sentó, con el corazón latiendo desbocado, y se enfrentó a la pregunta que lo perseguiría por la eternidad: ¿Estoy despierto, o sigo soñando?

La duda cartesiana, esa sombra implacable que René Descartes había conjurado siglos atrás, se cernió sobre él. “Pienso, luego existo”, se repetía, pero incluso esa certeza parecía insuficiente. ¿Y si su pensamiento era el sueño de otro? ¿Y si él era un personaje en la mente de un dios dormido, un titán cósmico cuya imaginación había dado forma al universo entero? La idea lo consumía, y decidió que no podía quedarse de brazos cruzados. Debía encontrar al “Dormilón”, el ser que soñaba con él, y despertarlo para liberarse de la cadena de sueños.

La caverna de Platón

En su búsqueda, el Caminante se sumergió en las profundidades de la filosofía. Recordó la alegoría de la caverna de Platón, esa prisión de sombras donde los hombres confundían las proyecciones con la realidad. Imaginó que su mundo era una caverna, y que al salir de ella encontraría la luz de la verdad. Pero, ¿y si esa luz era sólo otra caverna, más grande, con cielos abiertos que no eran más que otra ilusión? Cada paso hacia la “verdad” parecía llevarlo a una nueva capa de engaño, un juego cruel diseñado por un arquitecto invisible.

Se aventuró fuera de su hogar, caminando por senderos que serpenteaban entre colinas y valles. El mundo a su alrededor era hermoso, pero inquietante: los árboles parecían susurrar su nombre, y las nubes formaban patrones que recordaban los sueños que había dejado atrás. Encontró a otros viajeros, hombres y mujeres con rostros cansados que también buscaban respuestas. Algunos creían estar despiertos; otros, que eran personajes en un sueño colectivo. Juntos, debatían bajo las estrellas, tejiendo teorías sobre la naturaleza de la realidad. ¿Era el universo un sueño de Dios? ¿Una simulación creada por una mente superior? ¿O simplemente un ciclo eterno de nacimientos y muertes, cada uno un despertar a una nueva caverna?

El vientre y la resurrección

En su soledad, el Caminante reflexionó sobre su propia existencia. Antes de nacer, había vivido en el vientre de su madre, un mundo completo en sí mismo, ignorante de la vida que le esperaba fuera. Al nacer, murió a esa vida prenatal para despertar en esta, un mundo de aire y luz que ahora consideraba real. Pero, ¿y si esta vida era sólo otro vientre, otra caverna? La muerte, que muchos temían, ¿no sería acaso un nuevo nacimiento, una resurrección en un plano superior? ¿O tal vez algo completamente distinto, un estado que la mente humana no podía siquiera imaginar?

Esta idea lo llenó de un terror sagrado, pero también de una extraña esperanza. Si la muerte era un nacimiento, entonces cada fin era un comienzo. Pero también significaba que nunca sabría con certeza si estaba despierto o soñando, vivo o muerto, real o imaginado. La eternidad se alzaba ante él como un espejo infinito, reflejando su rostro en cada superficie, cada versión de sí mismo atrapada en una pregunta sin respuesta.

El ciclo eterno

El Caminante vivió, o soñó que vivía, por eones. En cada ciclo, despertaba sólo para dudar nuevamente. Buscó al Dormilón en los confines del universo, en las profundidades de su propia alma, en los ojos de los desconocidos que encontraba en su camino. Pero nunca lo encontró. Tal vez porque el Dormilón era él mismo, o tal vez porque no existía. La duda cartesiana, como un río que nunca se detiene, lo arrastraba una y otra vez al mismo punto: el borde del abismo, donde la realidad y el sueño se fundían en un solo instante.

Y así, el Caminante siguió caminando, soñando, dudando. Su historia no tiene fin, porque la pregunta que lo define es eterna. En algún lugar, en un sueño dentro de un sueño, el Caminante aún busca la verdad, sabiendo que tal vez nunca la encuentre, pero incapaz de detenerse. Porque, en última instancia, la búsqueda misma es lo que lo hace real, o al menos, lo que le da la ilusión de serlo.

Hasta que al fin, nuestro Caminante concluyó que, eso que dicen “el que busca encuentra”, no es verdad. La verdad es que encuentra sólo aquel que sigue buscando.

Y tú, lector, que lees estas palabras, ¿estás despierto? ¿O eres parte del sueño del Caminante, un eco en la caverna de su mente? La duda, como un susurro, te seguirá siempre.

Acerca de Rob Dagán

Mi nombre es Gabriel Zaed y escribo bajo el seudónimo de Rob Dagán. Mi pasión por la escritura es una consecuencia del ensordecedor barullo existente en mis pensamientos. Ellos se amainan un poco cuando son expresados en tinta, en un escrito. Más importante es expresarse que ser escuchado o leído, ya que la libertad no radica en hablar, sino en ser libre para pensar, analizar.

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