Prometeo robó el fuego a los dioses y lo entregó a los hombres. Aquel acto, heroico y transgresor, marcó un parteaguas simbólico en la relación entre lo humano y lo divino: el conocimiento pasó de ser patrimonio celestial a herramienta de supervivencia y creación. Hoy, en pleno siglo XXI, vivimos una versión moderna de ese mito. La inteligencia artificial -ese fuego digital- ha sido gestada no por dioses sino por ingenieros, pero su carga simbólica es igual de profunda: la inteligencia artificial no es solo una herramienta, es una pregunta quemante sobre lo que somos y lo que evitamos reconocer.
La IA no es magia, es un código. Refleja la esencia -y los sesgos- de quien lo escribe. No piensa ni razona: calcula. No posee conciencia, sino estadística. Predice la palabra más probable a partir de billones de ejemplos. Sin embargo, sus resultados pueden ser tan persuasivos que olvidamos su naturaleza: confundimos la simulación de sentido con el sentido mismo. Y ese no es un riesgo técnico, sino cultural. Al hacer cosas que antes solo pensábamos, introduce cambios culturales profundos.
La IA no es un oráculo, es un espejo. Devuelve nuestra imagen distorsionada por datos y algoritmos. El peligro no está en que se vuelva humana, sino que nosotros dejemos de distinguir entre comprensión y cálculo, entre sentido y resultado. El peligro está en que no la usemos con criterio. El algoritmo, figura celebrada en los altares del mundo digital, tiene cultura. No es neutral. Es una construcción impregnada de ideología, lenguaje, patrones de poder y prejuicios humanos. Refleja lo que somos. Tay, el bot conversacional creado por Microsoft en 2016, vivió apenas 18 horas antes de emitir expresiones racistas y xenófobas. No “se volvió” agresivo, reflejó nuestra naturaleza. El espejo no miente.
El riesgo no es que la IA se vuelva más inteligente, sino que nosotros nos volvamos menos exigentes con nuestra propia inteligencia. Si los músculos que no se usan se atrofian, sucederá igual con otras capacidades (memoria, juicio, creatividad y más). Antes podías recordar diez números telefónicos. Hoy, acaso el propio.
Otra frontera peligrosa es permitir que la IA tome decisiones por nosotros, sin filtros críticos. Porque no decide, correlaciona. Puede ser valiosa en medicina o logística, pero en ámbitos donde el criterio humano es insustituible -educación, ética, arte-, automatizar es empobrecer. Como dijo Harari, el peligro no es que las máquinas nos odien, sino que nos vuelvan irrelevantes.
No se trata de dominar la IA, sino de integrarla sin anular lo humano. Entender que la anécdota dice tanto o más que el dato. Para resistir este atajo tecnológico, conviene alimentarnos de múltiples fuentes humanas. Practicar los verbos que nos humanizan: conversar, leer, escuchar, debatir, abrazar, caminar, bailar, reír, amar.
Debemos resistir la automatización genérica. No todo lo que hace una máquina es mejor. La prueba irrefutable está en un taco: las tortillas hechas a mano siguen siendo insuperables.
@eduardo_caccia
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