En dos días más, 8 de marzo, celebraremos el Día Internacional de la Mujer, jornada en la que como ha sido usual en los últimos años, se hacen balances de lo logrado y de lo mucho que aún queda por hacer en la mayor parte de nuestro mundo del siglo XXI con respecto a la igualdad de género. Siglos de cultura basada en el dominio patriarcal autoritario como modelo dominante, hicieron de las mujeres seres totalmente subordinados a los varones de sus familias, tribus y sociedades. La inoculación desde el nacimiento de las niñas del rol que de forma “natural” debían de cumplir a lo largo de sus vidas fue exitosamente lograda a través de una multiplicidad de agentes: padres, maestros, hermanos, religión, valores morales y, cuando todo esto no era suficiente, violencia física y emocional, marginación social extrema, e incluso, asesinatos.
Las cosas han cambiado, ciertamente, en el último siglo. Poco a poco, a cuentagotas y no sin luchas heroicas de por medio, los derechos a la igualdad femenina se han ido fortaleciendo aunque este desarrollo ha sido muy desigual en lo que respecta a los diferentes espacios geográficos y sociales. Oriente Medio ha sido, en ese sentido, una región donde los rezagos siguen siendo monumentales e indignantes. Ahí, el machismo ha logrado perpetuarse solapándose en interpretaciones religiosas amañadas que funcionan como legitimaciones de un cierto “orden natural” emanado de la voluntad divina. Las mujeres siguen siendo consideradas así, en ese contexto, seres permanentemente infantiles, incapaces de pensar por sí mismas, de autodeterminarse y de salir de la tutela masculina que las controla dentro de los espacios domésticos para su uso y abuso como servidoras eternas.
Pero aún en Oriente Medio la revolución feminista empieza a tener retoños aunque éstos sean todavía bien modestos. Arabia Saudita, regida por una monarquía fundamentalista islámica de corte wahabita, el año pasado fue testigo de la primera participación femenina en elecciones para los consejos municipales en las que las mujeres pudieron votar y ser votadas a pesar de que se les sigue negando el derecho de salir solas a la calle sin un acompañante masculino, lo mismo que de conducir automóviles o mostrar el rostro en los espacios ajenas a su entorno doméstico, entre muchas otras prohibiciones. Jordania, otra monarquía árabe de carácter más abierto, apenas ha incorporado a mujeres en su parlamento en días recientes. Luego de varios años de lucha de organizaciones femeninas, se consiguió una modificación legislativa que permitió que 15 mujeres fueran electas para formar parte del parlamento nacional compuesto de 130 escaños, no obstante que aún no se resuelven del todo muchas otras desigualdades como por ejemplo, la demanda de que los hijos de mujeres jordanas casadas con extranjeros califiquen para ser ciudadanos cabales del reino con todos los derechos que ello implica. En las zonas rurales del país, la situación es mucho más grave ya que continúan prácticas como la de los asesinatos por honor y la de la posibilidad de los violadores de no pagar por su crimen si aceptan casarse con su víctima.
Ante este panorama que en mayor o menor medida comparten muchas de las sociedades que habitan en Oriente Medio, puede afirmarse que la igualdad de género está ciertamente en pañales. Y, sin embargo, la pequeña luz que despunta en esos espacios radica quizá en que cientos de miles de las mujeres que padecen ese cruel sojuzgamiento y explotación son ya conscientes de su condición y están dispuestas a luchar por cambiarla. Y eso es un gran paso que las coloca en una posición distinta a la que tenían cuando también ellas estaban convencidas de que su sometimiento era parte del orden natural de las cosas, de la voluntad divina, o de ambos.
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