Iona fue un profeta que vivió en el período del primer Templo. Recibió su primera misión del más famoso de los profetas del primer Templo, Eliahu –debía designar a Iehu como rey en el año 705 AEC. Estos eran tiempos tempestuosos; el pueblo judío estaba atrapado en un patrón de declive espiritual que terminó con la conquista y la expulsión de las Diez Tribus a manos de los asirios en el año 607 AEC, y finalmente con la destrucción de Jerusalem, seguida por 70 años de exilio.
Por ser profeta, Iona sabía mucho mejor de lo que imaginamos lo que sería el inevitable final si no ocurría ninguna transformación.
Después del fracaso de su segunda misión, reprender a Jeroboam el segundo, el sucesor de Iehu, recibió su misión final.
La misión que Dios le dio, fue una que no podía aceptar fácilmente. Fue enviado a la capital de Asiria, Nineve, para alentar a su población a que se arrepintiera. ¡El encargo le parecía tan bizarro! Su propio pueblo estaba cayendo descontroladamente en un abismo que parecía no tener fin, y él fue enviado a salvar a otros – ¡los archienemigos de Israel!
Iona estaba aterrorizado más por el éxito de su misión que por el fracaso. Cómo podría tolerar atestiguar el contraste de los asirios retornando a Dios debido a su profecía, con los judíos resistiéndose obstinadamente a toda oportunidad para su auto-preservación espiritual. Por lo tanto, intentó escapar de su destino.
Iona huyó de Israel por barco para silenciar la voz de la profecía que sólo podía ser escuchada en la Tierra Santa. Pero una tormenta lo forzó a reconocer que uno no puede escapar de Dios. En medio del mar, su nave fue azotada por una tempestad hasta que estuvo a punto de destruirse. Los marineros le rezaron a sus dioses.
Iona se fue a dormir.
Él sabía la verdad. Él era el que se había separado de Dios; no había nada que decir ni nada que rezar.
Su comportamiento apático despertó la curiosidad de los marineros. Él les contó su historia. Él creía en Dios, pero sin embargo estaba huyendo de Él.
Sabiendo que él era la causa de la tormenta, les imploró a los marineros que lo arrojaran por la borda para que pudieran salvarse ellos mismos. Como eran gente decente, se resistieron a esta sugerencia hasta el momento crítico en el que entendieron que en unos pocos segundos todos morirían. En ese momento, escucharon y lo tiraron hacia las turbulentas profundidades. La tormenta menguó inmediatamente. Iona pensó que su historia había terminado.
Pero esto recién había comenzado. Fue tragado por una ballena, y sobrevivió milagrosamente. En los oscuros y fétidos intestinos de la ballena, reconoció lo que nunca había querido ver ni en sus momentos más encumbrados de profecía: el íntimo conocimiento y cuidado de Dios de cada vida y en cada momento. Él era un profeta, y la consciencia de Dios no era una novedad para él. Pero el reconocimiento de las profundidades de la misericordia Divina lo era.
Fue en ese momento que Iona hizo teshuvá – se arrepintió, retornando a Dios y a lo mejor de sí mismo.
Ahora se había dado cuenta de que sin importar lo doloroso que le resultaba el contraste entre los asirios y los judíos, la motivación de Dios sólo podía ser en base a misericordia. Una vez que reconoció esta verdad, pudo abrir las puertas que había cerrado tan resolutamente – las puertas de la plegaria. Ahora estaba listo para la tarea más significativa de su vida.
La ballena lo escupió en las costas de Nineve.
Le dijo a los residentes de Nineve lo que les esperaba: en cuarenta días, o realizaban cambios radicales en sus vidas, o la ciudad sería destruida por la furia de Dios.
Los cambios en Nineve ocurrieron con dramatismo y rapidez. El rey mismo lideró a la gente hacia una reformación total. La destrucción de Nineve fue pospuesta por 40 años.
Todo lo que Iona había temido se hizo realidad. El contraste que lo aterrorizaba era aún más vívido en la realidad que en la profecía. Sólo tenía una petición más: ser salvado de ver la destrucción de su propio pueblo, que sabía que eventualmente ocurriría, y a manos de los asirios. El hecho de que los judíos no tomarían el ejemplo de Nineve sería el acto final de insensibilidad que sellaría su destino. Dios no respondió el pedido de Iona con palabras. Lo respondió con la acción.
Después de que Iona dejó Nineve, fue a los suburbios y se construyó un refugio a la sombra de un árbol kikayón. La sombra del árbol era una fuente de consuelo en su angustia, y lo hizo tomar conciencia de la compasión de Dios. Pero Dios envió un gusano para que se comiera las ramas y matara al árbol.
En respuesta, todos los sentimientos de agonía encerrados salieron expulsados de los labios de Iona. Dios le contestó: “Tú te lamentas por un árbol por el cual no trabajaste… ¿No debería apenarme yo por Nineve, la gran ciudad en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su mano derecha de la izquierda, y por muchas bestias también?”.
En síntesis, lo que Dios le estaba diciendo a Iona es que los defectos de los residentes de Nineve no los convertía en indignos de vida. Cada persona es parte de la ecología espiritual del mundo, y beneficia al mundo tanto como el kikayón benefició a Iona.
El Yalkut Shimoni, el más enciclopédico de los Midrashim (escrito por el Rav Shimón Hadarshán en el siglo trece) nos da un hondo entendimiento del reconocimiento más profundo de Iona en su vida:
En ese momento él se postró y dijo: “Rige tu mundo de acuerdo al atributo de misericordia” como está escrito “Tuya, Dios, es la misericordia y el perdón”.
El mensaje de la profecía de Iona es para cada uno de nosotros. El Gaón de Vilna nos dice que la travesía de Iona es una travesía que todos hacemos. Nacemos con un entendimiento subconsciente del hecho que tenemos una misión. Buscamos escapar, porque nuestra misión a menudo es una que tememos enfrentar.
En el texto de la historia de Iona se nos dice que los lugares que buscó fueron Yafo y Tarshish. Mientras que esos lugares existen realmente y son conocidos como Yafo y Tarsis, el significado literal de los nombres de esas ciudades son “belleza” y “riqueza”.
Nos confortamos a nosotros mismos externamente, escapando del entendimiento interno de nuestra misión buscando riquezas y rodeándonos de belleza. Nuestros cuerpos son comparados al bote de Iona. Afrontamos momentos en la vida en los que la fragilidad de nuestros cuerpos es ineludible, como cuando enfrentamos una enfermedad, o confrontamos momentos de peligro que parecen durar una eternidad hasta que son resueltos.
Los marineros del bote son los talentos y las capacidades que trabajan para nosotros. La ballena es el símbolo de la máxima confrontación, el reconocimiento de que nuestro destino final es la tumba. Para algunos, ese reconocimiento se percibe casi como un refugio bienvenido. Para otros, ¡enfrentarse a la muerte los obliga finalmente a perseguir la vida!
Como le pasó a Iona, nuestro reconocimiento de nuestra propia vulnerabilidad puede llevarnos finalmente a trascender nuestro ego, renunciando a nuestro deseo de controlar los eventos y aceptando finalmente nuestra misión en la vida, sin importar cual sea.
Podemos sufrir las vicisitudes de la vida y reconocer que nosotros mismos hemos causado las tormentas que nos azotan. Podemos avanzar para cumplir con nuestro propósito, pero todavía no nos habremos librado de los conflictos o de la ansiedad hasta que reconozcamos finalmente que, en cada paso del camino, somos abrazados por la compasión Divina.
En ese momento estaremos listos para retornar a Dios.
Y si bien para cada uno de nosotros el camino es único, y no ha sido explorado por nadie más, Iona entendió el comienzo y el final de la travesía que todos hacemos.
Yom Kipur es el día en que cada uno de nosotros puede revivir la travesía de Iona. Avancemos finalmente hacia cualquiera que sea nuestro próximo paso para cumplir la misión para la que fuimos creados. Utilicemos el tiempo para retornar a Dios con amor y alegría.
Fuente: aishlatino.com
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