Irène Némirovsky, una vida novelesca con un final trágico

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La vida le alcanzó justo a la genial Irène Némirovsy para terminar su novela Los fuegos de otoño, que cabe tomar como una coda de Suite francesa, o acaso como un movimiento más de la suite.

Solo unos días separaron la terminación del manuscrito de la muerte de la autora por cuenta de los nazis. La detuvieron un fatídico 13 de julio de 1942 y fue integrada a un convoy despachado para Auschwitz, cuatro días después, junto con otras ciento diecinueve mujeres y ochocientos nueve hombres, en vagones para ganado. Antes de llegar al campo de exterminio (no de concentración, como equivocadamente se los llama), la sed, el hambre y la falta de aire dieron cuenta de varias decenas. De aquel convoy regresaron vivas a su país, tres años después, apenas dieciocho personas, entre quienes no estaba Írochka (como la llamaba su padre), porque había muerto de tifus un mes después de su llegada a Auschwitz. Su marido había sido detenido tres meses después de que a ella se la llevaran. Tampoco sobrevivió; se conjetura que lo gasearon los nazis. Sus dos hijas, Denise y Elisabeth (quien, a propósito, es la que escribe la biografía de su madre), sobrevivieron porque siempre encontraron quién las escondiera en granjas a las que llegaban atesorando la maleta que contenía cientos de páginas manuscritas de la obra de su genial madre.

Irène Némirovsky fue lo que se dice hoy en día una ‘hija de papi y mami’, pero para su desgracia y la de los suyos, de origen judío, en los terribles comienzos del siglo XX, con los pogromos en la Rusia zarista, y luego, a finales de los años treinta, con la furia antisemita que engendró el Holocausto.


Su padre era un banquero de mucho caletre, y su madre, una burguesa ‘cabeza hueca’, que solo se preocupaba por estar en reuniones de ‘sociedad’; que andaba jorobada de tantas joyas que se colgaba; que asistía a teatro y a ópera solamente para que la vieran y que nunca se ocupó de su hija, dejándola siempre al cuidado de las criadas. Muy jovencita todavía, Irène tuvo arrestos para preguntarle por qué se empeñaba en ser “la dama del perrito”, una alusión chejoviana que su madre nunca entendió.

Más tarde, en vías de convertirse en una de las más grandes novelistas del siglo XX, Írochka pondría en evidencia no solo la estulticia de su madre, sino la de toda esa clase burguesa, en las novelas David Golder y El baile, aunque nunca dejó las pullas en ninguna de sus obras, porque el resentimiento de Irène era de destilación lenta.

Irene Nemirovsky

‘Los fuegos de otoño’ es publicada por el sello Salamandra.

A la célebre autora de la magistral Suite francesa, que en su natal Kiev vivió los gozosos, le tocó después, en San Petersburgo, vivir los dolorosos. Fue testigo de la Revolución bolchevique (hay que ver no más, que a dos cuadras de su casa asesinaron al monje Rasputín) y le tocó también vivir las consecuencias de la Primera Gran Guerra: un desfile de mutilados por las calles y una hambruna que en la ciudad no se hubiera visto ni en sueños. Lo visto, leído, oído y vivido por la escritora en ciernes fue el insumo, primero, para Suite francesa y, luego, para la novela que ahora se nos ofrece a guisa de gran regalo a quienes admiramos la obra de Némirovsky: Los fuegos de otoño.

Dados la temática y el enfoque de la novela, bien puede emparentarse con Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre, pues el autor francés muestra cómo es el gran negocio de la guerra; cómo esta enriquece a unos cuando muchísimos otros se matan.

Dicho de otro modo: Némirovsky y Lemaitre enseñan cómo en la guerra gentes que no se conocen se despedazan para beneficio de gentes que sí se conocen, pero que ni se tocan: “Era un mundo cínico, que se vanagloriaba del fango del que había salido. Era la época en que, cuando se le preguntaba a un nuevo rico cómo había ganado ‘todo ese dinero’, el susodicho respondía sonriendo: ‘¡Pues en la guerra, como todo el mundo!’ ”.

Los fuegos de otoño es un muestrario de la sandez humana; de la estupidez de irse a la guerra como quien se mete en una comparsa, tal como hizo en 1914 Bernard Jacquelain, al igual que miríadas de jóvenes que querían ser motivo de orgullo para las familias burguesas de Francia. El azar hizo que Jacquelain sobreviviera y a su regreso, la misma sociedad que lo envaneció como patriota lo convirtió en un trepador, un mecomoelmundo… ¡Un canalla!

Sabido es que el final de la Primera Guerra Mundial dejó montada la Segunda, de tal manera que cuando esta empezó, el, a la sazón ya no tan joven Bernard tuvo que volver al escenario bélico, esta vez en compañía de su hijo y predestinado a una especie de singladura griega:

“El día de la declaración de guerra, Bernard e Yves se marcharon juntos, el padre a Lorena, y el hijo, a un campo de aviación en Beauce. Sin brusquedad, sin aparente esfuerzo, como quien entra en una casa en la que vivió en otros tiempos y avanza a tientas entre muebles conocidos, las francesas retomaron los hábitos de la guerra anterior. Recordaron, por ejemplo, que era mejor no acompañar a la estación al hombre que se va, que el último beso hay que dárselo en casa, lejos de la multitud, en una habitación un poco oscura; que el soldado se irá sin volver la cabeza y que en ese momento no se llora, porque, instintivamente, se reservan las lágrimas para el futuro”.

Qué riqueza de recursos narrativos despliega Irène en esta novela póstuma; cómo hasta los últimos días de su vida fustigó con toda justicia a la indolente sociedad burguesa a la que ella misma perteneció; cómo indagó tan magistralmente en el corazón humano y cómo mostró que si una obligación le cabe a la literatura, es la de tocar la vida. Por eso en esta novela otoñal, tal como lo hizo también en novelas como El maestro de almas, Domingo, Jezabel, Los bienes de este mundo y Nieve en otoño (todas publicadas en español por Salamandra), esta inigualable escritora, de vida como de novela con fin trágico, nos ofrece, aderezadas con ramalazos de poesía, tantas páginas propicias para la nostalgia.

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