Dicen que la cultura es la memoria del pueblo, la conciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de pensar y de vivir. Dicen que la igualdad social y la cultura son un adorno en la prosperidad y un refugio en la adversidad. Dicen que la igualdad social y la cultura son lo que, en la muerte, continúa siendo la vida.
Pero también dicen que los procesos históricos, los procesos humanos, personales, grupales o regionales, llevan tiempo en madurar. Todo nos indica esto: en la naturaleza, en nuestros propios cuerpos, en el Israel en que vivimos.
En el Israel en que vivimos las semillas encerradas en las frutas no siempre llegan al suelo propicio, millones se pierden. Sin embargo, las plantas sociales y culturales fueron las grandes colonizadoras del Estado. A veces quedan como dormidas años o siglos, como en el Neguev, que se cubre de verde apenas algunas pocas gotas de lluvia caen en su suelo sediento.
Cuando las semillas sociales y culturales encuentran un lugar apropiado, crecen, se multiplican, se expanden. Una semilla social y cultural puede ser insignificante, pero lleva en sí todo el potencial para convertirse en un arbusto que cobija, en un árbol que desafía tormentas. Pero siempre cabe la posibilidad, por numerosas razones, de que se transforme en una plaga que parasita el ambiente, lo invada y lo mate.
Parece haber una desproporción entre la semilla socio-cultural y la planta que de ella surge. Sin embargo, la semilla tiene una potencia extraordinaria en ella misma. Dependerá del suelo, de la humedad, de la “luz” o de “la oscuridad” del ambiente que encuentre, del contexto en el que cae y del “agricultor” el hecho de que pueda nacer, crecer y florecer o todo lo contrario.
Israel está viviendo como sociedad cultural momentos tensos y graves. Se manifiestan crisis profundas en un Estado altamente dividido por capacidades económicas, por culturas y nacionalidades diferentes, por etnias, por identidades sexuales diferentes, por religiones, tradiciones y narrativas distintas, por lugares donde se vive, idiomas que se hablan y por ideologías políticas contrapuestas.
Durante 70 años no logramos ni de cerca aceptar nuestras diferencias, aprender de ellas, escucharlas, integrarlas, construir desde la diversidad. Tener siempre la razón se convirtió en un slogan, una cultura light, un sombrero expuesto en un maniquí desnudo, con contenido y repercusiones violentas en la vida cotidiana y casi sin tolerancia.
Durante los últimos años se utiliza en forma constante la confrontación como arma política. Se siembra odio, insultos, ofensas a todo lo diferente bajo el pretexto de que “si tengo el poder todo me pertenece y me está permitido”. No sólo la tierra prometida en la Biblia. Todo: la historia, la cultura, el arte, la economía, la identidad sexual, los recursos naturales. Todas las semillas son mías y al diablo con el prójimo.
Cuando los cambios se imponen sin debate ni diálogo, cuando se llama abiertamente a la confrontación para imponer un modelo de gestión política, económica, social y cultural, tenemos asegurado el odio para estallidos sociales a corto, mediano y largo plazo. Porque la semilla que se esparce lleva en su entraña ese germen.
Los nuevos dueños de la sociedad y la cultura israelí – judíos ultrortodoxos y ultranacionalistas mesiánicos, junto a sus socios laicos de la coalición gubernamental, que excluyeron a homosexuales de la llamada Ley de Subrogación -, gobiernan el Estado hace décadas pero todavía no se dieron cuenta. Nadie se los explicó. Todavía no entienden lo que significan términos como igualdad, democracia, soberanía, civismo, libertad o minorías, entre otros. Por eso promueven la violencia en sus palabras, en su accionar y en sus propuestas legislativas. Por eso alientan el miedo de la ciudadanía a expresarse para no tener que sufrir sanciones sociales y económicas.
Una de dos: o estamos en un camino sin retorno, o las autoridades de Israel reconocen y cambian drásticamente el curso del barco antes de chocar contra un iceberg, como el Titanic, que por las decisiones de un capitán que “nunca se equivocaba”, se estrelló, fue a dar al fondo del mar y se convirtió en el símbolo de uno de los mayores fracasos humanos.
Durante 70 años, los israelíes llegados de las distintas diásporas nos distinguimos menos por nuetras cualidades naturales que por la sociedad que construimos o la cultura que nosotros mismos nos proporcionamos y gracias a las cuales conseguimos hacer de este territorio árido un vergel social, cultural y tecnológico. Los únicos que no cambian nunca son los sabios de primer orden y los completamente idiotas.
Y actualmente nos gobiernan estos últimos.
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