Judería en Brunete

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Si entre las cacerolas anda Dios, que decía Teresa de Ávila, y, bien mirado, también por cualquier sitio, lo mismo sucede, sobre todo en tierras españolas, con la Judeidad. Entre dos terrones de un descampado, entre las esparragueras, en el rincón de un sótano, en un paso de peatones, por sorpresa. Anda la Judeidad. Puede percibirse. Apenas un guiño, una revelación de… lo oculto. Que con la Judeidad, después de veinte siglos de ocultaciones y prohibiciones… eso pasa. Y eso le ha pasado a un escritor y apasionado erudito extremeño rodante por Madrid cuando por azar, divino azar, ha pasado unas semanas de curación y convalecencia, como en una montaña mágica, aquí, en la meseta mágica, en Brunete. Entre matorrales y retama, pastizales y humedales por donde afloran las aguas subterráneas, aparece lo oculto. “Raíces”, se llama un monumento señalado de Brunete.

Si paseas por sus plazas y tabernas, donde el tiempo y su ritmo es elegante y considerado, no tardarás en oir hablar de los garbanzos, orgullo de Brunete y reserva y centinela de las esencias madrileñas. El faláfel, en hebreo פלאפל , es una albóndiga de garbanzos, famosa y deliciosa, en la cocina judía. Alrededor de Brunete se extienden los campos de garbanzos, entre sus ríos, y bebiendo de sus aguas, afluentes hacia el Tajo. También, hay faláfeles de habas. Que, podría también haber dicho la santa, de familia conversa, entre las habitas, y la judía, anda Dios. Y la Judea.

Y resultó que nuestro convaleciente, editor de la primera traducción de Maimónides, de las Utilidades del agua y de la nieve de Isaac Cardoso, de El Cuzari de Judá Leví, encontró a Judea aquí entre los anaqueles de la Biblioteca, entre las indicaciones, saludos y conversación de unos próceres de Brunete que por allí pasaban, defensores de Israel, de la razón y de la libertad. Como decía un filósofo, el judío –doblemente humano para su gracia y su desgracia– proyectó y cultivó la dimensión de lo oculto, de lo interior. De lo secreto y de la discreción.


En los campos, jardines y edificios de Brunete, donde el mejor granito se entremezcla con sedimentos y clastos, parecen verse, en soportales, en la hierba, en los eriales, los cubos y las esferas. Reposan. Quizá a veces, hay también pirámides y prismas. Como un paisaje cubista. Esbeltos, serenos. Hacia ese cielo que pueblan de geometría, en la imaginación de Juan de Herrera. Aquí la roca es la de El Escorial. Estamos en su mundo.

Sí, quizá los brunetenses en su orgullo del garbanzo quieran tender un amoroso manto de alegría, humor y calma, dones de esa legumbre, sobre ese otro manto de tragedia y horror que el nombre de su ciudad lleva, de aquel abrazo cainita de la Guerra Civil, en el que los seres humanos entre sus matorrales y retamas, ríos y eriales, barro y ruinas, se estrecharon. En un abrazo de odio, amor y muerte… y con ellos estrechada, aquella judía de origen polaco, con su lente de cristal en su cámara oscura, Gerda Taro, que firmaba fotos con su amado bajo el nombre colectivo de “Robert Capa”. Y al fuego de los aviones, fue aplastada por un tanque.

Brunete es hidalgo, así ha sido con nuestro personaje, Antonio Escudero Ríos, que encontró allí salud y atento acogimiento. En su imaginación de Maestre de la Orden Nueva de Toledo, que él fundó, cultiva, y en la que muchos le seguimos, Brunete ocupa ahora unas coordenadas entre las constelaciones. En su firmamento.

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