Los turcos son un pueblo extraño, a medio camino entre la gentileza mediterránea y el grandilocuente delirio otomano. Su comida es exquisita, su hospitalidad proverbial, su geografía asombrosa. En cambio su justicia es deplorable: se niegan a reconocer el genocidio armenio del que son culpables y mejor no les preguntemos a los kurdos qué piensan de los turcos, ya que su retahíla de quejas llegaría al cielo. Durante siglos los judíos que hallaron refugio en lo que entonces eran los dominios del Gran Turco, hablaban con gratitud de él. España los expulsó y maltrató pero la generosidad otomana les dio refugio. Gran parte de la cultura sefaradí se salvó gracias a Turquía.
Esa manga ancha con los judíos en un país musulmán-de hecho y hasta hace poco el más liberal y pro occidental de los países de la media luna-, alcanzaba a Israel, país que incluso llegó a tener amistad con el ejército turco. Todo eso se acabó, y el turismo aún lo resiente, el flujo de israelíes que llenaba sus hoteles se fue para no volver con el episodio del abordaje al barco que en el 2010 llevaba activistas de izquierda, mafiosos y extremistas islámicos a las costas de Gaza, como se sabe territorio bajo control israelí por razones obvias. Fue una tragedia, en ese abordaje murieron ciudadanos turcos y resultaron heridos varios soldados israelíes, quienes al verse atacados por sorpresa con barras de hierro y cuchillos, respondieron con fuego real. Hoy, a menos de dos años del suceso, Turquía juzga a los comandantes israelíes de entonces en un juicio in absentia de los supuestos implicados y lleno de errores procesales. Los considera culpables de esa desgracia haciendo caso omiso del Informe Palmer promovido por las Naciones Unidas que ha absuelto a Israel de cualquier responsabilidad por una tragedia que no inició ni pudo impedir. En ningún momento se pregunta qué hizo ella, la nación turca, para provocar ese desastre que instigaron algunos de sus ciudadanos con un candor perverso. Por lo visto este infausto suceso tuvo sus efectos, ya que a pesar de continuar navegando la flor y nata del izquierdismo internacional hacia Gaza-sin importarles Darfur, Damasco o Alepo en ruinas-, no han vuelto a contabilizarse encontronazos como los producidos en el 2010.
Lógicamente Israel hace caso omiso de ese juicio y lo ve con tristeza y desencanto. Es, sin duda, el islamismo de Erdogan y sus partidarios el responsable de montar ese número, que intenta ganar simpatías en el resto de la Umma con un gesto vacío de contenido y que servirá, a la postre, para que el mismo país sea juzgado por los kurdos en cuanto éstos puedan hacerlo. Armenia no tiene bastante fuerza económica ni política para meterse en ese berenjenal, pero si insistiera en culpar a los turcos actuales del genocidio padecido por sus ciudadanos en el período otomano, muy pronto se vería acompañada por muchas naciones que sí se duelen por ese hecho y consideran que no sólo debe recordarse sino que merece algún tipo de indemnización. Lo de la viga en el ojo se cumple aquí plenamente: los turcos ven la paja en el ojo ajeno pero no perciben el trozo de hierro que les dificulta la visión.
Pase lo que pase, incluso si cometieron algunos errores de procedimiento, los soldados israelíes tienen que sentirse orgullosos de haber detenido a ese barco y de prepararse para detener muchos más. La defensa propia no tiene que explicarse, la acusación ajena no siempre es cierta. Aunque muchas imágenes de la justicia la muestran ciega, también es verdad que la balanza la representa bien. Uno de sus platillos se llama contra y el otro pro. Así que, dime quién te critica y te diré de lo que padece.