La adrenalina y el dique

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Un ex embajador francés en Londres se refirió a Israel como “un paisito de basura”. Probablemente no haya otro país sobre el cual un funcionario de alto rango de una democracia pueda expresarse tan emocionalmente sin ser amonestado.

Un ilustre amigo de Israel en Cataluña, Vicenç Villatoro, comenta acerca del portal del principal diario allí que, de sus muchos foros, solamente el que se refiere a Israel advierte a los opinantes que se abstengan de lenguaje ofensivo.

No hay otro Estado para el que los medios desenvainen con tanta facilidad el paralelismo con los nazis. Sólo a Israel le está reservado esta lacerante puñalada. Para el reconocido poeta judeofóbico británico Tom Paulin, sólo los solados israelíes son “SS”. Para José Saramago, sólo las víctimas de Israel podrían compararse con Auschwitz. Para Mikis Teodorakis, “los sionistas dominan el mundo y son la raíz del mal”. Ni al Irán retrógrado y misógino se le reservan los epítetos que absorbe Israel.


Hasta las universidades, ámbitos en donde uno espera la meditación calmosa y el intercambio respetuoso de ideas, cuando se trata de Israel, son sacudidas por un clima de violenta hostilidad.

A modo de eficaces continuadores de las antiguas hordas y del oscurantismo medieval, los totalitarismos del siglo XX impusieron un dique al progreso, uno que paulatinamente va siendo removido al tiempo que los países se desatan de los dogmas que los estancaban. El dique se llama antisionismo, y aunque sus acólitos declaman frescamente su voluntad vanguardista, cuando son convocados a abandonar sus quimeras, exhiben una supina incapacidad para responder las más escuetas y concretas preguntas. ¿Debería prohibirse el asesinato de doncellas por honor familiar? ¿debería condenarse sistemáticamente a los países que permiten tal sojuzgamiento de la mujer, y obligarlos a erradicar la práctica?

Intente el lector formular una requisitoria tan monda como ésa y probablemente obtenga como respuesta un balbuceo que terminará reduciéndose a “abajo Israel”.

El antisionismo se ha transformado en el principal dique contra el progreso, en la excusa más habitual para no suturar las lacras sociales cuya urgencia es minimizada. En buena parte del mundo islámico, un hombre puede desposar a una pequeña de cualquier edad, y desflorarla cuando la niña cumple nueve años. ¿Deberían los organismos de derechos humanos amonestar a los países que protegen la pedofilia? Respuesta frecuente: “el problema es Israel”.

¿Será una mejora para la humanidad que se prohíba a los hombres golpear a sus mujeres? ¿Vale la pena invertir energías en lograr esa prohibición en el mundo entero? Aparentemente, las energías son absorbidas por otra fuente. Cuando The Guardian de Londres publicó un artículo intitulado “Israel no tiene derecho a existir”, uno podía preguntarse si, entre los doscientos países que hay, puede encontrarse otro al que pudiera dedicársele en algún diario un titular tan atolondrado y franco. Sólo a Israel se le exige autojustificarse. La adrenalina antiisraelí aparece con llamativa frecuencia. Como el resto de las hormonas, la información que transmite mantiene sus efectos por períodos extensos. Hace subir la presión sanguínea, libera el azúcar depositado en el hígado, azuza los latidos del corazón, y estimula la muerte súbita de inocentes.

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