Una amistad surge desde el fondo del alma, y se va nutriendo del día a día, de los detalles y las cosas que acercan a esas personas, desarrollando lazos en común, y creando situaciones reales y duraderas. Todo contribuye a su grandeza, cada detalle enriquece su valor sentimental, y creemos, confiamos, nos apoyamos. Compartimos, convivimos, crecemos….nos acostumbramos.
Sin embargo, cuando se vive en un entorno reducido, en el que no hay mucha diversidad de opiniones y acciones, muchas veces nuestro panorama se vuelve igual de pequeño, y creemos que sabemos todo, que lo entendemos todo. De nosotros y de los demás. Nos convertimos en consejeros y asesores, emitimos opiniones, juicios de valor, y todo en nombre de la amistad. Nos permitimos entrar en muchos rincones de la vida de esos que nos rodean, y sentimos que tenemos no solamente el derecho, sino la obligación de opinar y comentar. Pero nada está más lejos de la verdad.
Con la convivencia diaria, con la puerta de la confianza abierta, creemos conocer la realidad de aquellos que nos rodean, pero en verdad nunca sabemos lo que sucede con aquellos que llamamos nuestra gente, nuestros amigos. Nuestro parámetro de referencia es nuestra propia vida, y creemos que la de los otros es similar, escudándonos en que vivimos de cierto modo en comunidad, que nos comunicamos, que entendemos, que sabemos.
Y entonces comenzamos a compenetrarnos tanto, que a veces cometemos algo que desde mi óptica, es un indicador de que las cosas están muy mal, lejos de estar mejor: asumimos. Asumimos que conocemos a los demás, asumimos que sabemos lo que les conviene, asumimos que podemos decir lo que queremos, decidir por ellos, y hasta juzgarlos.
Creemos que podemos decir cualquier cosa, escudados en nuestro sentir por esa persona, y pensando en que lo hacemos por su bienestar. Sabemos con certeza lo que le conviene y tenemos la facultad de decidir lo que debe o no hacer. Pero no nos detenemos a pensar. Asumimos. Aplicamos nuestra experiencia, y olvidamos algo muy importante: a la otra persona, lo que siente, lo que espera, lo que teme, lo que vive, lo que piensa.
Resulta muy sencillo dictar instrucciones sin ver lo que implica, las consecuencias que provocará, o el efecto que causará en la vida de la otra persona.
Es ahí cuando creo que peligra el verdadero sentido de una amistad: el respeto por el otro ser. Olvidamos que tenemos frente a nosotros a otra persona que vibra, que piensa, que siente. Que tal vez tiene temor por lo que viene y no sabe cómo decirlo, o que no quiere hacerlo del modo que pensamos por alguna razón poderosa de la que no tenemos noción alguna.
Las relaciones humanas son asuntos tan complejos, que desde y hasta siempre, existirán estudiosos, teóricos y científicos que tratarán de entenderlas y hacerlas de cierto modo lógicas, hasta que llegue algo o alguien más que las cuestione.
Sin embargo, en nuestro diario andar, antes de asumir, propongo que preguntemos, que mostremos un interés real por aquellos a quienes llevamos en nuestro corazón, para que sean ellos mismos quienes con nuestra ayuda y apoyo, lleguen a las conclusiones de lo que deben o no hacer en ciertas situaciones. No olvidemos cerciorarnos de preguntar qué sienten, qué temen, que esperan, que necesitan, y tal vez entonces, esas relaciones amistosas puedan tornarse más reales y sean la base de relaciones más duraderas, en lugar de amistades aparentemente sólidas que resultan transitorias y efímeras.
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