La beatificación de Juan Pablo II desde una óptica judía

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El pasado 1.º de mayo fue beatificado Juan Pablo II. Cuando en enero de este año los diarios informaron de que el papa Benedicto XVI la había aprobado, me sentí contento, pero lo extraño es que no sabía por qué.

Como judío desconocía el significado de lo que había sido resuelto, por lo que me aboqué a entenderlo. Tras algunas lecturas supe que la beatificación es una declaración, mediante la cual el papa confirma que un fiel difunto goza del cielo gracias a sus virtudes, que es digno de culto y que se trata de un paso previo a la canonización.

Repasé entonces, desde mi óptica judía, su papado. El 7 de julio de 1979, cuando aún no había cumplido un año en la conducción espiritual del catolicismo, visitó el campo de concentración de Auschwitz, donde dijo: “En particular, me detengo junto a vosotros, queridos participantes en este encuentro, ante la lápida con la inscripción en lengua hebrea. Esta inscripción suscita el recuerdo del pueblo, cuyos hijos e hijas estaban destinados al exterminio total. Este pueblo tiene su origen en Abraham, que es el padre de nuestra fe, como dijo Pablo de Tarso. Precisamente este pueblo, que ha recibido de Dios el mandamiento de “no matar”, ha probado en sí mismo, en medida particular, lo que significa matar. A nadie le es lícito pasar delante de esta lápida con indiferencia”


El 13 de abril de 1996, en su histórica visita a la Sinagoga de Roma, dijo: “La religión judía no nos es “extrínseca”, sino que en cierto modo, es “intrínseca” a nuestra religión. Por tanto tenemos con ella relaciones que no tenemos con ninguna otra religión. Sois nuestros hermanos predilectos y en cierto modo se podría decir nuestros hermanos mayores”.

Pero su aproximación a los judíos y al judaísmo comenzó mucho antes de su pontificado. En su pueblo natal, Wadowice, pocos kilómetros de Cracovia, vivía un gran número de judíos, con quienes compartió la escuela y los juegos infantiles.

En su libro “Cruzando el umbral de la esperanza”, recordó su escuela primaria, compuesta al menos en una cuarta parte por alumnos hebreos. Allí escribió: “tengo viva ante mis ojos la imagen de los judíos que cada sábado se dirigían a la sinagoga, situada detrás de nuestro gimnasio. Ambos grupos religiosos, católicos y judíos, estaban unidos, supongo, por la conciencia de estar rezando al mismo Dios. A pesar de la diversidad del lenguaje, las oraciones en la iglesia y en la sinagoga estaban basadas, en considerable medida, en los mismos textos”. Muchos de esos amigos perecieron en el Holocausto llevado a cabo por los nazis y para el joven Karol, el que estudió para sacerdote en un seminario clandestino en la ocupación alemana, eso fue una marca indeleble.

Un momento estremecedor por su simbolismo, fue su oración ante el Muro de los Lamentos, donde introdujo entre sus grietas, al modo de los judíos piadosos, un mensaje al Señor cuyo texto fue: “Dios de nuestros padres, has elegido a Abraham y su descendencia para que tu Nombre fuera llevado a las naciones. Nos entristece profundamente el comportamiento de quienes, en el transcurso de la historia, los han hecho sufrir a ellos, que son tus hijos, y al pedirte perdón, queremos comprometernos a vivir una fraternidad auténtica con el pueblo de la Alianza”.

En esos mismos días, durante su visita al Estado de Israel, en el Museo Yad Vashem, frente al monumento que recuerda a las víctimas de la Shoa, dijo: “En este lugar de solemne evocación, rezo fervientemente para que nuestro dolor por la tragedia que sufrió el pueblo judío en el siglo XX nos lleve a una nueva relación entre cristianos y judíos. Construyamos un nuevo futuro en el que ya no existan sentimientos antijudíos entre los cristianos, ni sentimientos anticristianos entre los judíos, sino el mutuo respeto que se espera de quienes adoramos al único Creador y Señor, y consideramos a Abraham nuestro padre común en la fe. La palabra debe prestar atención a la advertencia que nos llega de parte de las víctimas del Holocausto, y del testimonio de los sobrevivientes. Aquí en Yad Vashem, la memoria vive y arde en nuestras almas. Nos hace gritar: “¡Oigo las calumnias de la turba, terror por todos lados!… Mas yo confío en ti, Señor, me digo: ‘¡Tú eres mi Dios!'” (Sal 31, 13-15).

Entonces supe el porqué de mi alegría, ya que por ser declarado digno de culto, su mensaje va a trascender a las futuras generaciones. El pontificado de Juan Pablo II llevó las relaciones judeo cristianas a un nivel de amor, comprensión, respeto y sinceridad que aseguran una base sólida para el futuro. Quiera Dios que la humanidad pueda ser fiel a su legado y continuar construyendo el camino del diálogo.

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