Ella dice que casi todas las autobiografías se concibieron como novelas, hasta que el agente o el editor dijo: “Esto funcionaría mejor como unas memorias”. Observadora aguda de la realidad, siempre más original que la ficción, Nora Ephron fue periodista, guionista, directora, ensayista y novelista. Pero, más que nada, fue graciosa. La publicación de sus memorias y las de Mel Brooks, otro prócer del espectáculo contemporáneo, actualizan la vigencia de un tipo menor de arte que tiene una cartografía específica: el humor judío que se cultiva en Nueva York, casi tan típico como un pretzel.
Las memorias de Ephron parten desde un equívoco. “No me acuerdo de nada. Hace años que las cosas se me olvidan. Me pasa por lo menos desde los treinta. Lo sé porque entonces escribí algo sobre ese asunto. Tengo pruebas. Por supuesto, no recuerdo exactamente dónde ni cuándo lo escribí, pero seguro que podría averiguarlo si hiciera falta”. Esa paradoja es la masa madre del humor judío. El absurdo de la vida moderna se ve aún más cruel a través de los culo-de-botella de unos observadores eminentes.
A fines del siglo XIX y principios del XX, Nueva York recibió la diáspora de judíos del centro y el este de Europa que llevaron la religión, el yiddish, la cocina y la noción del humor que explota las posibilidades de un monotema: uno y su circunstancia. Valen lo mismo las dudas con respecto a Dios que las presiones de la familia, en la que siempre se destaca una idishe mame con el latiguillo imperativo: “¡Comé, nene, comé!”.
Ahí donde Buenos Aires sea más parecida a Nueva York que a Santiago del Estero, acá tuvimos una dote propia en los monólogos legendarios de Norman Erlich y Gabriela Acher, entre otros, y aunque el género parezca fechado en el siglo XX, la serie La nueva vida de Toby (Star+) lo confirma como un fenómeno también de esta época: la neurosis neoyorquina, calcada a la porteña, sigue siendo un semillero para el chiste.
En No me acuerdo de nada, Ephron repite una tipología discursiva para detectar las taras de la vida contemporánea: el lamento. Oi, oi, oi. La sospecha paranoica de que la Tierra tal vez no sea plana o la ausencia de saleros en los restaurantes modernos confluyen en una conclusión común: el mundo es tan absurdo como el caso de la mujer que fue a una librería a comprar un libro sobre el Alzheimer y se le olvidó el título.
En ¡Todo sobre mí!, Brooks parodia la vocación por la autorreferencia. Plagado de anécdotas, desde la creación del zapatófono del Superagente 86 hasta su regreso a la TV con 96 años, el libro ayuda a entender cómo una comunidad que se desplazó para huir del hambre, los pogromos y la guerra supo transformar el dolor en oportunidad: “Aunque parezca absurda, idiota y disparatada, la comedia dice mucho sobre la condición humana. Porque si podés reír, podés sobrevivir”.
Ahora decido seguir los consejos periodísticos de Ephron que ella recibió al debutar como columnista en el New York Post (“no empieces nunca un artículo con una cita, no uses otro verbo más que ‘decir’, no dejes para el último párrafo algo que te interese de verdad”). Parece que pasaron siglos del vértigo de aquellas noches de redacción y madrugadas a la espera del diario impreso: visto a la distancia, el drama de la vida se vuelve una broma infinita porque la comedia, en definitiva, es tragedia más tiempo.
ABC
A. El género del humor judío se asentó en Nueva York a principios del siglo XX, con la diáspora europea que también llegó a Buenos Aires.
B. Una pionera fue Fanny Brice, la mítica artista que conquistó Broadway en 1910 y que inspiró la saga de Funny Girl, interpretada por Barbra Streisand.
C. Conocidos como “los Alpes judíos”, los balnearios de las montañas Catskill albergaron a cómicos legendarios, como se ve en la serie La maravillosa Sra. Maisel.
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