La Calle de Mesones

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A principios del Siglo XVI -afirma Don Luis González Obregón, autor del famoso “México Viejo”- Don Pedro Hernández Paniagua solicitó y obtuvo del Cabildo celebrado el 1° de diciembre de 1525, licencia para establecer un mesón en su casa, “para vender pan e vino e carne e todas las otras cosas necesarias para acoger a los que vinieren…” iniciando así la tradición de los estancos o mesones que dieron razón y nombre a esa calle. “En ella encontraban -dice el historiador- un lugar de descanso en sus penosos viajes, los legendarios arrieros, los dueños de carros, de bombés y de guayines, los que llevaban las conductas de Manila y del interior del país y los que acarreaban las platas de S.M. el Rey. Aquí hallaron -dice- un techo protector, y a veces dura cama y mala cena.”

La Calle de Mesones, la que va de Correo Mayor -antes llamada de los Migueles- a Pino Suárez, ha sido paso obligado para transitar rumbo a La Merced y, desde allí, enfilar hacia la Plaza Mayor.

– ¿Por aquí se llega al Zócalo?


– ¿Al Zócalo? -responden los vendedores.

– ¿A qué quiere ir al Zócalo? Allí ya no hay nada. Dizque nos reubicaron a los ambulantes ¿usté cree? Y todo nomás por trabajar decentemente. Nos pusieron en estos locales y ni quien entre. Ya ve cómo es la gente, si no es en la banqueta, no compran.

Las burdas carcajadas descienden por los toldos hasta las oquedades en las guarniciones de las aceras donde se ocultan los pomos detrás de los sobrantes de productos chinos y coreanos, muy cerca de donde las adelitas amamantan a sus chamacos y guardan un poco de lana pa’ cuando pase la autoridá.

Del otro lado de la acera, las viejas casonas del antiguo cuadrante, ahora transformadas en refugios para el comercio de garnachas, refrescos enfriados en cubetas de plástico y billetes de lotería, son la cotidianeidad de quienes se niegan a dejar el centro.

– Órale “don”, ¿qué le vendemos…?

– ¿La película de estreno?

– ¿Qué buscaba güerita…?

– Diez pesos por una; déme quince por las dos. Ándele…

Nos aborda la serena belleza de una iglesia, el refugio perfecto para escapar de los vendedores. Una tibia sombra sale a darnos la bienvenida para trepar de inmediato hasta los pretiles de las azoteas cubiertos de finas alambradas y espantar a las palomas que entre arrullos y arrumacos lo ensucian todo. Iglesia de doble portada, severa y arrogante, es arquitectura colonial con enormes bloques de piedra -que luego nos enteramos que son simulaciones hechas de ladrillo- sorprende por la quietud de sus interiores.

– ¿Esta es la iglesia de San José de Gracia?

– Sí señores, pasen ustedes.

Cuenta Don Manuel Orozco y Berra, historiador del Siglo XIX, -y así lo confirma el encargado- que éste… “fue un convento de religiosas que iba de Mesones a Regina. Era casa de recogimiento voluntario de mujeres casadas y viudas bajo el título y advocación de Santa Mónica y más tarde, Convento de Nuestra Señora de Balvanera.”

De factura sobria, gruesos contrafuertes, abundante en ornamentos y paramentos lisos y vacíos, fue confiscada a partir de las Leyes de Reforma “para servir mejor a la Nación”; sufrió el embate de varios terremotos; fue cuartel, mercado y escuela primaria y terminó siendo vendida en cuatro mil pesos, allá por la época del Presidente Juárez a un clérigo chileno que vino de Nueva York para convertirla en catedral Anglicana.

– “Un regalo, my friend, por esta iglesiota abandonada…”

Su planta es de una sola nave con dos portadas paralelas de cantera sobre uno de sus costados, con arcos de medio punto en el vano de ingreso, diseño muy popular en la arquitectura de la Ciudad de México de la segunda mitad del siglo XVII. Se ubica en la esquina de Mesones y el antiguo Callejón de la Estampa, donde un frágil letrero anuncia que “Toda persona es bienvenida a este santo recinto….” Ya en el interior, gruesas columnas de cantera enmarcan los muros desnudos de imágenes y plenos de luz. Al fondo, un óleo firmado por Ferrer en 1913, cuelga de una pared rematada por un arco de cantera.

– Antes tenía su marco -explica el encargado- pero se lo quitaron cuando renovaron la Iglesia y ya nunca se lo volvieron a poner. Yo creo que ya estaba muy podrido…

– ¿Y aquí, cuando tiembla, no es peligroso?

– ¿Peligroso? No creo -contesta el encargado- porque la repararon después del sismo del ’85. Allá arriba, en el coro, pusieron otra arcada y unos tensores. Allí había más de 800 cántaros de barro que antiguamente usaban las monjas. ¡Imagínese! ¿Peligroso? Más peligrosos son los asaltos, porque no vaya a creer que no, a veces se mete cualquiera…

Un grupo de curiosos nos rodea y luego desaparece rumbo a la salida.

– Aquí andan tres bandas de pandilleros. La del Sabú, la del Clavos y la del Costras. Por eso los comerciantes judíos se fueron de aquí. No quedó ni uno.

– ¿Y usted cree que regresen?

– ¿Los judíos? ¿Al centro? No creo. Pero uno nunca sabe. A lo mejor sí.

Una sonrisa ilumina su rostro.

– ¿Sabe quién puso el dinero para la reconstrucción? Jacobo Zabludovsky. Y también Carlos Slim y varios otros. Y como dice en el letrero, toda persona es bienvenida a este santo recinto. ¡Los judíos también!

¡No faltaba más…!

Acerca de Luis Geller

Arquitecto de profesión; diplomado en Estética e Historia del Arte, además en Artes Visuales y Factor Humano, ha dedicado gran parte de su vida a la escritura. Es autor del libros como "México Lindo", "Los Niños de México", "¿Hablan los Ángeles" y "Alberto Misrachi, El Galerista". Ha destacado en el medio teatral no sólo como actor, sino con varias obras propias y originales adaptaciones. Ha escrito más de 650 guiones para el medio audiovisual, cuentos cortos, reportajes y artículos periodísticos.Independiente a sus múltiples actividades mencionadas escribe para la revista "Foro" una columna bajo el título "Historias de Ciudad".

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