La crueldad, la música y el espíritu

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Hoy, caros lectores, es un día triste. Pero no sólo por la inmensa tristeza del recuerdo, por el dolor de la ausencia, por la rabia y la impotencia de ver cómo algunas circunstancias no han cambiado desde entonces entre quienes deberían enterrarse de cabeza como avestruces y pedir disculpas, pero disculpas sinceras, acompañadas de hechos… hechos que reparen, si es que algo todavía puede repararse, tanta ignominia. La misma ignominia de quienes aún hoy osan negar el Holocausto y pretenden borrar las huellas de uno de los peores hechos históricos de la humanidad.

Pero hoy, amigos míos, es un día de recordación. De homenaje. Winston Churchill, con su inmensa sabiduría y su lenguaje sobrio y desprovisto de eufemismos, los dijo en sólo cuatro palabras: “Recuerden a los muertos”. Parece una frase hecha, un lugar común… pero no lo es.

De ninguna manera.


Recordar a los muertos es no sólo mantener vivo su recuerdo, continuar o preservar su obra, dar a conocer lo bueno que fueron dejando a su paso por la vida… recordar a los muertos, por ejemplo en el caso de la Shoah, es también recordar a quienes sobrevivieron pero que también se fueron apagando con el correr de los años, algunos sin que se sepa nada de ellos porque nadie recogió su testimonio o porque ellos mismos no quisieron hablar del tema, llevándose a la tumba el inmenso dolor de sus vidas arrebatadas… Recordar a los muertos, en un día como hoy, tiene un significado inmenso. Cada una de las víctimas de la Shoah tuvo su vida, sus sueños, sus pecados… su nombre, su lugar, por pequeño que éste sea, bajo el sol. Y cuando digo víctimas de la Shoah no hablo solamente de los que perecieron durante la inaudita hecatombe de sangre y de muerte provocada por los nazis. También fueron víctimas de la Shoah quienes sobrevivieron a la muerte no al daño ni al perjuicio, no lograron jamás cicatrizar las heridas del alma, no pudieron recobrar jamás la parte de la vida que le fue salvajemente arrebatada y quedó olvidada en ghettos, campos, trenes y fábricas. Y esto que quiero contarles forma parte de ese grupo de personas que sobrevivieron físicamente, pero el daño que les fue infligido va mucho más allá de la más demoníaca de las imaginaciones.


Los Fershko y mis padres, 1968.

La foto que acompaña a esta nota me fue enviada por mi madre, Bejla Bialy, que viva largos años. Data de 1968. En ella pueden verse a mi madre, la segunda desde la izquierda y a mi padre Simja Sneh Z”L (el segundo desde la derecha). Desconozco la identidad del rostro que está entre mis padres y aparentemente trata de llamar la atención de mi madre… pero los protagonistas de mi relato son los Fershko, Sara (a la izquierda) y Jaim (a la derecha, estrechando la mano de mi madre). Al dorso de la foto, con un maravilloso don de síntesis, mi madre me explica sucintamente quiénes son y qué les pasó… y quiero compartirlo con ustedes. Para que puedan comprender la intensidad humana que encierra esta foto, que por la forma en que fue tomada nos ahorra la dolorosa visión del daño irreparable que esta pareja sufrió a manos de los nazis.

Ellos eran músicos: ella era violinista y cantante lírica (soprano) y tocaba para la Orquesta Filarmónica de Varsovia. Él, un talentoso pianista. En 1941, cuando ella contaba con 24 años de edad, ambos fueron enviados tras las líneas del frente ruso por la comandancia del Ejército Rojo para entretener a combatientes y partisanos. “estábamos en una aldea preciosa, a orillas de un río – rememora ella – era de madrugada, estábamos tocando al amanecer.”

El público, compuesto exclusivamente por soldados, contemplaba embelesado a la hermosa trigueña que llevaba una corona de flores en su cabeza. El amanecer era dorado, inusitadamente bello. “Lo que más recuerdo es que el aire estaba tan quieto – recuerda ella – que cada nota de mi violín… era como (cierra su mano derecha, su única mano poniendo juntos los dedos) una perla. Una perla tersa, pequeña y blanca… pero esa fue la última vez que toqué para alguien…” En una hora el amanecer dorado se tiñó de negro por los aviones alemanes. Los tanques nazis no tardarían en aplastar todo vestigio de esa pastoral aldea.

Los rusos, armados tan sólo de sus pistolas reglamentarias y alguna que otra bomba Molotov, poco pudieron hacer frente al arrollador ataque de los bien pertrechados alemanes. Prácticamente todos fueron masacrados. Sara recibió durante el ataque un golpe en la cabeza que la dejó inconsciente durante el ataque. Despertó en un hospital atendido por personal ruso pero administrado y dirigido por los recién llegados invasores alemanes, oficiales “con ojos color del hielo”, describe Sara. Por suerte en ese momento, nadie sabía que tanto Jaim como Sara eran judíos, “pero los alemanes, igual que los rusos, sienten una adoración mística por la música”, continuó Sara con su relato. “Ellos creen que la música es una fuente de inmenso poder y coraje para quien la escucha… y nosotros estábamos tocando para enemigos de Alemania”. El castigo por semejante “delito” fue ingeniosa e inusitadamente cruel: les fue amputado a ambos el brazo izquierdo… sin anestesia.

La agonía de Sara en las horas siguientes fue tan desgarradora que una enfermera soviética, apiadada del dolor y el sufrimiento de la pobre muchacha colocó en la palma de la única mano que le quedaba dos cápsulas de cianuro. Pero Jaim, que yacía en la cama que estaba a su lado, le susurraba al oído todo el tiempo palabra de aliento. “Que yo era joven y si no me suicidaba iba a tener una maravillosa vida… cosas así”, recuerda que él le repetía empecinadamente… Y entonces la suerte pareció darse vuelta. Corrió inmediatamente la voz sobre quiénes se encontraban en el hospital (ambos ya eran bastante conocidos en el mundillo musical de Europa) y pudieron ser rescatados de allí por amigos que los contrabandearon a Siberia, ocultándolos allí hasta el fin de la guerra y pudiendo luego emigrar a los Estados Unidos, donde se establecieron definitivamente en 1954 y comenzaron a dar conciertos, a pesar de las amputaciones “correctivas”. Vivieron en Nueva York hasta 1977. Jaim, que además de aprender a tocar con una sola mano, por su cuenta y con obstinación y rigor, era también un agraciado compositor acompañaba a Sara, ya no como violinista, porque para un instrumento de arco como el violín el daño era irreparable: Sara se concentró en sus dotes de cantante lírica. Hicieron muchas giras, por los Estados Unidos, México, Canadá, Argentina (la foto que acompaña esta historia es en ocasión de una de sus presentaciones). Continuaron rindiendo homenaje a la música y a la vida hasta 1985, cuando el mal de Alzheimer y una afección cardíaca doblegaron cinco años después y para siempre al joven pianista que cumplió con la promesa que le hizo a la que luego sería su mujer de tener una vida mejor.

Esta es una historia más de la Shoah. Sin deportaciones, sin cámaras de gas, sin crematorios… una simple historia de crueldad inusitada, de inmenso dolor, de ilusiones tronchadas… pero a la vez es un canto a la vida, a la esperanza… a la dignidad humana. Es el triunfo del espíritu y la confirmación de los poderes que la música tiene sobre el indoblegable espíritu humano. La música fortalece el alma y modela nuestro coraje. En un día triste y gris como hoy, y como amante apasionado que soy de la música, quise compartir con ustedes este relato.

Por la vida.

Por el recuerdo de nuestros seis millones de hermanos y de quienes sobrevivieron y fueron quedando en el camino.

Por quienes aún viven y todavía estamos a tiempo de honrar y reivindicar y a quienes debemos preservar para que su testimonio y su recuerdo sean el rescoldo que mantenga alejadas a las fieras que aún no cedieron en su intento de exterminarnos.

Fuente y difusion: www.porisrael.org

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