En la Edad Media europea estaban de moda las danzas de la muerte, en Carnaval o antes, en medio de dos pestes. La vida era breve y los alimentos escasos, los placeres casi todos furtivos y el poder eclesiástico atroz. Hay un cuadro de Brueghel que ilustra ecos de tema, con su ejército de esqueletos y los pueblos amenazados por ellos. Hoy, que no hay pestes demasiado graves como no sea la polución o el ébola, reaparecen los ejércitos de esqueletos, con barba y bien aleccionados por su Corán, digan lo que digan los musulmanes buenos y pacíficos, que se las ven negras para separar el trigo de la paja. Andan dando vuelta por los suburbios de las grandes ciudades de Occidente sin saber qué hacer fuera de traficar con drogas o realizar algún que otro trabajo eventual que demuestre buena letra, cosa de no volver a la cárcel. Son ejércitos de pocas personas activas pero tal vez de cientos o miles a la espera de la batalla final. Esos esqueletos se disfrazan de seres vivos, con apariencia humana normal, pero ellos saben que su alma y sus articulaciones y su voluntad están bien muertos. De lo que se trata es de contagiar más muerte por ahí, llenarse la boca de Alláhu Akbar y refinar lo más a prisa posible la bilis de su odio.
Durante las manifestaciones de las danzas de la muerte medievales había algún resquicio por el cual se descubrían tanto las simulaciones como los juegos. Muchos se reían por no llorar, en tanto que hoy lloramos todos porque los esqueletos ignoran lo que sea el juego, desprecian la música y se arrogan todo el espectro ideológico del Islam para ellos. Lo que sucedió en París la semana pasada está bien lejos de la risa, el humor negro o, siquiera, la casualidad. Detrás esos crímenes hay planes que nada tienen que ver con la islamofobia como causa.
Más aún: sorprende que la turba irritada y los familiares de los asesinados no salgan a romper cristales o colgar musulmanes por la barba, cosa que hicieron por mucho menos con los judíos. Que tres docenas de buenos creyentes salgan a manifestarse para explicarnos que esos bárbaros asesinos no tienen nada que ver con la verdadera civilización islámica no ayuda demasiado: sólo defienden sus propias cabezas. Tendrían que enrolarse en los ejércitos que los combaten, tendrían que reeducar a sus díscolos, tendrían que hacerles ver el daño que les hacen a ellos con esos paseos de muerte, los cinturones de explosivos y muy en especial los gritos sobre la grandeza divina.
Pero como resulta que ese Alláhu Akbar suena tanto en las bodas, las celebraciones como en los actos y desastres de la guerra, tanto por boca de los que reciben las bombas como por quienes las lanzan, nos es difícil distinguir un Islam de otro. La irradiación del mal procede de lejos, lejos en el espacio y lejos en el tiempo, y Occidente, que está muy ocupado con sus selfies y sus partidos de fútbol, aún no se ha puesto las verdaderas pilas del antiterrorismo. Ya no se acuerda de lo breve que puede ser la vida, y más aún si te la quita un ejército de esqueletos delirantes que anda por ahí con zapatillas deportivas y relojes de marca.