La ofensiva del Estado contra la candidatura de Anaya posee una doble lógica. En primera instancia, busca bajarle por lo menos unos 5 puntos al candidato del Frente –puntos que cosecharía, creen los priistas, su candidato. Si logran arrebatarle más votantes hipotéticos medidos por las encuestas, mejor. En segundo término, intenta crear las condiciones para una alianza tácita del PRI con Andrés Manuel López Obrador, en caso de que no resultara posible desbancar a Anaya del segundo lugar. Si Peña Nieto se ve obligado a escoger entre entregarle la Presidencia a AMLO o a Anaya, cada vez más gente cercana al PRI cree que optará por el primero, aunque algunos creen que se trata de una simple finta para espantar al empresariado y mantenerlo fiel a Meade.
Ahora bien, para que la ofensiva del Estado prospere, Peña Nieto se ve obligado –cada día con mayor claridad– a convertir los comicios del 1 de julio en una elección de Estado. No se trata únicamente de utilizar de manera descarada a la Procuraduría General de la República con fines electorales. Es el SAT, la PGR, algunos gobiernos estatales y, desde luego, varios medios de comunicación. Y no debe descontarse que la transformación de todo el proceso en una elección de Estado implique también conexiones y repercusiones internacionales que pronto veremos. Es cierto que tanto Fox como Calderón intentaron lo mismo contra AMLO en 2006 y 2012, y que los resultados fueron desastrosos para el país. Pero conviene recordar que por lo menos en 2004-2006, buena parte de los medios más bien se inclinaba por AMLO, y que el famoso pacto de inmunidad que brotó del acuerdo entre Calderón y Peña Nieto le ha hecho un enorme daño a México.
Desde esta perspectiva, se entiende que la gente de Morena no compre boleto en el pleito Peña-Anaya. Se benefician de él, al menos por ahora. Asimismo, varios sectores de la sociedad civil, de la Iglesia o del empresariado prefieren mantenerse al margen de un conflicto que al final les resulta ajeno. Pero deben tomar en cuenta dos consideraciones, quizás poco evidentes en este momento. La necesidad de oponerse a la elección de Estado puede volverse más aparente si se contemplan estas dos hipótesis.
Primera: si Peña se halla dispuesto a ir hasta la detención de Anaya o la apertura de una carpeta de investigación de la PGR para bajarlo de la boleta, lo hará también con AMLO después. El grado de desesperación del gobierno no proviene de las mayores o menores posibilidades de perder, se origina en las posibles consecuencias de actos de corrupción y de violación de derechos humanos que sólo ellos conocen. No aceptarán ninguna alternancia porque ellos sí pueden medir las dimensiones de la ira social que despertarán las revelaciones pos-sexenales. No les bastarán todas las promesas de perdón de López Obrador.
El segundo factor que ciertos sectores neutros deben sopesar es la radicalización de Anaya. Es obvio que ante una tal embestida, la mejor defensa es un buen ataque. Nadie niega que el Frente no ha llegado a la unanimidad sobre cuestiones claves como la mirada hacia atrás para combatir la impunidad, la responsabilidad de Peña Nieto en la corrupción del sexenio, la importancia de los escándalos de Meade en Relaciones Exteriores y Sedesol. Hasta ahora, los partidarios de una postura más radical, más irreverente, más personalizada, han sido minoría. Si la ofensiva de Estado crece y asume las características que muchos temen, el propio Anaya quizás aparezca en las filas de los más rudos.
El rechazo a una elección de Estado puede volverse bandera admisible para muchos que discrepan del Frente, o de su candidato. Es un poco regresar al 2000. Se pensará que poco hemos avanzado en 18 años si volvemos a lo mismo. Pero así es. Mejor reconocerlo que cegarse ante la evidencia.
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