La Estrella de David en San Fernando

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La sombra de la vieja iglesia de San Fernando, de estilo barroco-churrigueresco, construida con grandes bloques de cantera y tezontle, empezó a descender hasta las arcadas del claustro que da acceso al panteón de San Fernando, un viejo recinto ahora declarado museo, donde descansan los restos de algunos hombres ilustres de la época independista de aquel México de caudillos y asonadas, bárbaro y arrogante, de mediados y hasta finales del Siglo XIX.

Algunos de sus moradores ya no están allí, ni siquiera Maximiliano de Habsburgo, el frustrado Emperador de México, fusilado en el Cerro de las Campanas, para quien se preparó una vistosa sepultura justo frente al impresionante mausoleo donde la efigie de Benito Juárez, en mármol de carrara, sostenida por los brazos de la Patria, sigue vigilando los buenos quehaceres de la Nación que con su temple ayudó a forjar.

Bueno es aclarar que Maximiliano nunca ocupó esa sepultura la que esperó infructuosamente por casi cuatro años al que sería su ilustre ocupante terminando por adjudicársele al insigne abogado constituyente Manuel Ruiz, creador del matrimonio civil en México y de la Ley de Suspensión de Pagos que por haber pisado algunos callos a ciertos países europeos provocó el inicio de la Intervención Francesa en nuestro país.


El cuerpo del infortunado archiduque del Imperio Austro-Húngaro, Fernando Maximiliano de Habsburgo, cuyos ojos azules debieron sustituirse por un par de vidrios negros debido a las carencias en materia de embalsamamiento en aquella época, fusilado a las siete de la mañana del 19 de junio de 1867, reposa en la Cripta Imperial de la Iglesia de los Capuchinos en Viena, desde donde seguramente esperará a ser llamado a cuentas una vez que termine la Era Cuaternaria del Chip Electrónico y comience la del Juicio Final.

A pocos metros de ese vetusto monolito se encuentra la tumba del dos veces Presidente de México, Miguel Miramón, mariscal de los Ejércitos Imperiales, fusilado junto a Maximiliano, a quien su viuda, Concepción Lombardo, mujer de medios, se llevó después de algunos años a la ciudad de Puebla argumentando en relación a Juárez, que “no quería que el cadáver de su marido reposara tan cerca del hombre que lo mandó matar”.

En medio de los anteriores, se encuentra la tumba de Tomás Mejía, militar de carrera, católico ferviente, quien vio en la figura de Maximiliano la única posibilidad de salvación para el país. Apasionado general de origen humilde y facciones indígenas -igual que Juárez- al conocer a Maximiliano quedó deslumbrado y jamás volvió a separarse del malogrado emperador junto a quien murió fusilado.

Tomás Mejía Martina, a quien algunos historiadores se empeñan infructuosamente en reivindicar, fue el mayor enemigo del presidente Juárez y su tumba guarda secretos que se resisten a salir a la luz. El primero es que su cuerpo también fue embalsamado, pero por la precaria situación de su viuda permaneció recargado durante varios años en un sillón. Al enterarse, el propio Juárez, de su bolsa, mandó construir la tumba de su enemigo aunque la cripta debió modificarse para enterrar a don Tomás, que por haber estado sentado tanto tiempo adquirió una postura peculiar.

Que a los pocos años que la viuda de Mejía, doña Agustina, al igual que doña Concha, la viuda de Miramón, se lo llevó para enterrarlo en otro lado, “…lejos del hombre que lo mató.” ¿Dónde está?

El segundo secreto nos lo cuenta una jovencita a quien hallé tomando fotos de su lápida. Una tras otra, tomaba fotografías desde todos los ángulos posibles.

– ¿Qué te llamó la atención de esta tumba? -le pregunté-. Hay tumbas más interesantes…

– No -respondió tajante- ¿Ya se fijó en la estrella? Como que esa tumba no es de aquí…

– Entonces, ¿de dónde?

– Pues no sé -respondió- pero no es de aquí. Fíjese que todas tienen cruces, y la única que tiene una estrella es ésta. ¿Por qué?

Ya entrada la tarde, las sombras terminaron de descender hasta dejar un tono grisáceo y rojizo en un extremo de la arcada. Más allá del enrejado, el jardín de San Fernando se abrió a los murmullos de los pájaros y a una decena de jóvenes en situación de calle que se disponían a pasar allí la noche. Era tiempo de salir.

Poco a poco se han ido borrando los recuerdos de esa visita al panteón de San Fernando: el muro de los infantes, la tumba vacía de Isadora Duncan, sepultada en el Pere Lachaise, en París a quien un enamorado Presidente de la República le mandó hacer una lápida en 1928. La cripta de Simón Gutmann -¿habrá sido pariente de mi dentista?-…la de Vicente Guerrero, la de Ignacio Zaragoza y la de tantos otros.

La que no se me borra es la de Tomás Mejía, con su Estrella de David labrada en la piedra.

¿Por qué estaría allí?

Acerca de Luis Geller

Arquitecto de profesión; diplomado en Estética e Historia del Arte, además en Artes Visuales y Factor Humano, ha dedicado gran parte de su vida a la escritura. Es autor del libros como "México Lindo", "Los Niños de México", "¿Hablan los Ángeles" y "Alberto Misrachi, El Galerista". Ha destacado en el medio teatral no sólo como actor, sino con varias obras propias y originales adaptaciones. Ha escrito más de 650 guiones para el medio audiovisual, cuentos cortos, reportajes y artículos periodísticos.Independiente a sus múltiples actividades mencionadas escribe para la revista "Foro" una columna bajo el título "Historias de Ciudad".

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