La fama, ese fulgor efímero que corona a algunos y evade a otros, es un fenómeno que trasciende el mérito y se entrelaza con la narrativa humana, el azar y, a veces, la infamia. Hay quienes alcanzan la gloria por sus talentos, físicos, intelectuales, artísticos o deportivos, mientras otros son elevados por las historias tejidas en torno a ellos, aunque carezcan de destreza excepcional. Lugares y obras, como la Mona Lisa o Hiroshima, deben su renombre a eventos que las marcaron, no siempre a su esencia intrínseca. Y luego están aquellos cuya fama nace de la corrupción o el crimen, sin un ápice de talento redentor. En este tapiz, algunos famosos manipulan su influencia, mientras otros, con una humildad romántica, se refugian en su arte. Como proclama el Salmo 49:12: “El hombre, en su vanagloria, no permanece; es como las bestias que perecen”. La fama, en su fragilidad, es un espejo de nuestras pasiones, nuestras historias y nuestras sombras.
La fama del talento: La chispa divina
El talento, esa chispa que parece un eco del infinito, ha elevado a figuras como Leonardo da Vinci, cuya genialidad en pintura, ciencia e invención trasciende siglos, o Lionel Messi, cuyo virtuosismo en el fútbol es un poema en movimiento. El filósofo Friedrich Nietzsche, en Así habló Zaratustra (1883), celebraba este tipo de grandeza: “El hombre es algo que debe ser superado; su grandeza está en crear lo que aún no existe” (p. 41). El talento, cuando es auténtico, es un acto de creación que resuena en el alma colectiva. En la Cábala, el Zohar (I, 15a) enseña: “El hombre que despliega su don es un canal de la luz divina”. Figuras como Mozart, con sus sinfonías que parecen dictadas por los ángeles, o Marie Curie, cuya mente desentrañó los secretos del átomo, encarnan esta verdad.
Sin embargo, el talento no siempre basta. La psicóloga Carol Dweck, en Mindset (2006), argumenta que el esfuerzo y la resiliencia amplifican el talento, transformándolo en logros que capturan la atención del mundo (p. 67). Messi, por ejemplo, no sólo es un prodigio natural; su dedicación al fútbol, desde sus días en Rosario hasta su consagración global, es lo que lo ha hecho inmortal. Como dice el Talmud (Berajot 5b): “El mérito no está en el don, sino en lo que haces con él”.
La fama de la narrativa: El poder de la historia
No todos los famosos deben su renombre al talento. Mahatma Gandhi, por ejemplo, no era un orador prodigioso ni un genio en el sentido técnico, pero su valentía y su narrativa como símbolo de la resistencia no violenta lo convirtieron en un ícono. El filósofo Hannah Arendt, en La condición humana (1958), señalaba que la acción humana, más que el talento, crea historias que perduran: “El hombre se revela en sus actos, y sus actos se convierten en relatos” (p. 193). Gandhi, con su marcha de la sal y su mensaje de ahimsa, tejió una historia que eclipsó cualquier carencia técnica. Como proclama el profeta Isaías: “La voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor” (Isaías 40:3). Gandhi fue esa voz, no por su elocuencia, sino por su audacia.
Lugares y obras también deben su fama a narrativas accidentales. La Mona Lisa de Leonardo, aunque magistral, no sería el ícono que es sin su robo en 1911, que la catapultó a la atención global. Hiroshima y Nagasaki, ciudades comunes antes de 1945, se convirtieron en sinónimos de tragedia y resiliencia tras las bombas atómicas. El Zohar (III, 176b) sugiere: “El mundo recuerda lo que lleva la marca del destino”. Estas marcas, a veces trágicas, convierten lo ordinario en eterno.
La Fama de la infamia: La sombra del mal
La fama no siempre es luminosa. Figuras como Adolf Hitler, Joseph Stalin, Mao Zedong, Joaquín “El Chapo” Guzmán o Al Capone alcanzaron notoriedad no por talentos, sino por crímenes que estremecieron al mundo. El psicólogo Carl Gustav Jung, en Psicología y alquimia (1944), advertía que la sombra humana, nuestra capacidad para el mal, puede proyectarse en figuras que fascinan por su destructividad: “El hombre que no enfrenta su sombra la ve encarnada en otros” (CW 12, §44). La neurociencia, según Robert Sapolsky en Behave (2017), explica esta fascinación: el cerebro humano, atraído por lo extremo, otorga atención a quienes transgreden las normas, incluso si es con horror (p. 589).
El Talmud (Sanedrín 37a) enseña: “Quien destruye una vida, destruye un mundo entero”. La fama de estos criminales no es un mérito, sino un recordatorio de nuestra responsabilidad de resistir el mal. Como advierte el Salmo 37:10: “Un poco más, y el impío no existirá; buscarás su lugar, y no lo hallarás”. Su fama, aunque duradera, es un eco de la ruina.
El uso y el silencio de la fama
Entre los famosos, algunos manipulan su influencia con astucia. Como señala el filósofo Michel Foucault en El nacimiento de la biopolítica (1979), el poder reside en controlar los discursos: “Quien domina la palabra, domina la percepción” (p. 192). Celebridades como Kanye West han usado su fama para emitir opiniones controvertidas, sabiendo que su voz será amplificada, ya sea para provocar adhesión o rechazo. En 2018, West elogió a Donald Trump, una postura que muchos interpretaron como un cálculo para mantener relevancia, polarizando a sus seguidores. Este juego con la fama es un arma de doble filo, que puede tanto elevar como destruir.
En contraste, figuras como Lionel Messi o Luis Miguel encarnan una humildad romántica, limitando su voz a su arte. Messi, en raras entrevistas, se enfoca en el fútbol, evitando temas políticos o sociales. Luis Miguel, conocido por su reclusión mediática, ha dicho: “Mi vida es cantar; lo demás no importa” (El País, 1991). Esta reticencia no es cobardía, sino un acto de autenticidad. Como enseña el Zohar (I, 112b): “El hombre que guarda su luz para su propósito, ilumina sin deslumbrar”. Su silencio fuera de su arte es un canto a la pureza de su vocación.
Memoria Relevante: En mi ensayo previo sobre el fanatismo (El Fanatismo y la Razón), advertí contra la devoción ciega a personas en lugar de ideas, citando el peligro de los cultos políticos. Esta idea resuena aquí: la fama, cuando se usa para manipular, fomenta el fanatismo, mientras que la humildad de un Messi o un Luis Miguel nos invita a valorar el talento sobre la persona.
El romanticismo de la autenticidad
La fama, en su esencia, es un reflejo de nuestra humanidad: anhelamos celebrar el talento, contar historias, y a veces, fascinarnos con lo oscuro. Pero el verdadero romanticismo reside en la autenticidad, en usar la fama para crear, no para manipular. Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido (1946), escribió: “El sentido de la vida es dar sentido a los demás” (p. 165). Los famosos que inspiran, como Gandhi con su mensaje o Messi con su juego, lo hacen porque su fama sirve a un propósito mayor.
El poeta Rainer Maria Rilke, en Cartas a un joven poeta (1903), nos exhorta: “Ama tu soledad y soporta el dolor que te causa con una bella queja” (p. 53). La fama, con su peso, es una soledad que sólo se redime cuando se vive con verdad. Como dice el profeta Jeremías: “Yo sé los planes que tengo para vosotros, planes de bienestar y no de calamidad” (Jeremías 29:11). Que la fama, cuando llegue, sea un plan de luz, no de sombra.
Conclusión: La danza de la fama
La fama es un espejo que refleja talentos, historias y pecados. Algunos la ganan con la chispa de su genio, otros con el eco de sus actos, y algunos con la mancha de su infamia. Pero su verdadero valor depende de cómo se usa: como un canto al arte, como una manipulación del poder, o como un silencio que protege la esencia. Como enseña el Zohar (III, 288a): “El mundo se sostiene por la chispa de cada alma”. Que cada alma, famosa o no, encienda su luz con autenticidad, sabiendo que, en palabras del Salmo 19:14, “Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Señor”.
Este ensayo, como toda opinión, es mi propiedad privada, ofrecido con el fervor de quien cree en la belleza de la verdad humana. Que cada lector contemple la fama con los ojos del corazón, celebrando el talento, cuestionando las historias y resistiendo las sombras.
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