La Guadalupana, presa en Angola, Parte 2

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La transformación que ha impuesto comienza desde el lenguaje. No habla de presos, sino de residentes. No se refiere a criminales, sino a infractores. En el hospital y en el hospicio, son pacientes.

“Uno de nuestros programas es la restauración de sillas de ruedas y bicicletas que recolectamos, de tres o cuatro en mal estado hacemos dos. A países tercermundistas enviamos cientos de sillas que brindan libertad a seres sin movilidad, y regalamos bicicletas a niños en la Navidad. Si un preso aprende a dar a otros, y no sólo a tomar para sí, inicia su rehabilitación”, señala.

A los tres meses de llegar a Angola, le tocó participar en la ejecución de un condenado a muerte con inyección letal, la primera de las 7 que lleva en 19 años. Cuatro años antes de que él asumiera el cargo, se había dejado de usar la silla eléctrica —la silla apodada “Gruesome Gertie” se usó medio siglo y hoy se exhibe en el museo de Angola.


Con una dosis de soberbia, audacia y frialdad, Cain creyó ser inmune. Observaba al reo tendido en la cama de aquella pequeña habitación escrupulosamente esterilizada —vaya ironía: ¡esterilizada para morir!—, y esperaba la llamada del gobernador a fin de dar la indicación final a quienes aplicarían la inyección letal.

Esa noche no pudo conciliar el sueño. Lo inquietaban la mirada de Thomas Ward, quien se ahogó de pánico cuando le dieron la oportunidad de hablar por última vez y el momento en que él mismo puso su pulgar hacia abajo como señal. Angustiado, llamó a su “Mama”, como le llama, cuya sabiduría está en sus decisiones. Ella lo desafió: “Dios te encomendó no sólo los cuerpos de estos convictos, sino también sus almas. Te pedirá cuentas”.

Ante la imposibilidad de increpar lo que la justicia impone —“yo no hago las leyes, simplemente cuido las llaves de la prisión”—, ese día tomó la decisión de involucrarse y ayudar al reo a morir: participar en la última cena que tiene cada condenado a muerte con su familia, conminarlo a alcanzar un arrepentimiento honesto y, en “su tránsito al juicio final”, como Cain se refiere a ese momento, tomarlo de la mano con solidaridad.

En su oficina, junto al recorte del periódico del asesinato de Kennedy, entre numerosos animales disecados y la foto de la guapa Jonalyn Maceli, su esposa hace una década, de largo cabello lacio negro y ojos esmeralda, 21 años más joven que él, Cain guarda uno de sus amuletos: un frasco de mantequilla de cacahuate marca JIF y uno de mermelada de fresa —lo que en 2010 pidió para cenar el último hombre que fue ejecutado en la prisión. Lo conserva como perenne recordatorio de que esta cárcel “debe ser humana”. Las almas de los reos, como le dijo su madre, se las encomendó Dios y está empeñado en cumplirle.

Ser un “rey benévolo” o “un dictador de buen corazón”, como se autonombra, no lo exime de ser, a veces, un tirano para mantener el control absoluto de su reino. En 1999, en la peor pesadilla que ha vivido, seis reclusos iniciaron un motín y tomaron como rehenes a tres oficiales en el Campo D. Con el paso de las horas, al sentirse acorralados, acuchillaron al capitán David Knapps. Cain se aproximó, al ver que éste se desangraba, dio la orden de balear a los indisciplinados.

Con él no hay juegos, sus palabras suaves son un hachazo de consistencia, congruencia y rigor. Le tiene sin cuidado lo que de él se piense o lo que los presos hicieron antes de ser condenados. Sólo le importa transformarlos en la prisión. “Brindo oportunidades a quienes las merecen. Hago visitas continuas a todos los reclusos, los conozco y escucho. No todos son gente mala, la gran mayoría son individuos que cometieron errores”, dice.

Cain tiene explicaciones contundentes para todo. Por ejemplo, con respecto a los 10 a 15 años necesarios para ser trustee indica: “En los primeros 5 años, sus novias o esposas los visitan y están ávidos de huir para rehacer sus vidas. Después de ese tiempo, ellas dejan de venir. También los hijos. Es entonces, una década después, cuando el infractor reconoce que el encierro será para siempre y que no le queda más que intentar sacar lo mejor de esa realidad”.

La estratificación social se va generando de acuerdo con la calidad moral que los individuos demuestran en la cárcel. Se trata de abandonar una visión individualista de sálvese quien pueda, para alcanzar una vida pacífica de comunidad. “Si afuera los hubieran enseñado a seguir reglas, a ver que existe el otro, nunca hubieran llegado aquí”, señala.

Ante cualquier falta de disciplina ordena el confinamiento solitario en celdas de castigo. A los problemáticos los aísla y cuida especialmente que los nuevos, que llegan cada semana, estén con gente renovada. Totalmente al margen de los depredadores que habitan el Campo J, la cárcel dentro de la cárcel, donde están los rebeldes y los que aparta en unidades de alta seguridad. En ese campo hay 500 calabozos unipersonales de los que los reos salen, si acaso, una hora al día y en soledad, a respirar aire fresco.

Cuando llegó a Angola, ahí metió a todos los que se negaron a entregarle los cuchillos con los que apuñalaban a otros reos. “En lugar de valentones, los nombré cobardes y me impuse”. A los líderes de las pandillas los obligó a limpiar retretes a fin de acabar con sus dictaduras.

Los condenados al Campo J —incluidos los pandilleros, los que usan drogas, los que intentan escaparse, ofenden, mienten o desafían a la autoridad— pueden pasar de seis meses a toda una vida, en condiciones de aislamiento.

El castigo tiene cuando menos tres momentos. Nueve días sin privilegios y a pan y agua, que pueden aumentar si el reo no se comporta. A ello siguen 90 días ganando mínimos privilegios, y aún tienen que pasar 90 días más para que asuman lo que se espera de ellos. “Trato bien a quien se porta bien. Castigo y soy inclemente con quienes rompen las reglas”.

Cada mes se hacen exámenes sanguíneos aleatorios al 10 por ciento de la población para evitar la drogadicción en el interior del penal. Si encuentra que un guardia es corrupto, Cain se encarga de que sea apresado.

Además, sin importarle ser criticado, castiga la homosexualidad. “No es por homofobia, sino por buscar la paz en el penal. La experiencia me ha enseñado que la mayor violencia en los centros de reclusión proviene de la homosexualidad. ¡Me tocó ver seis asesinatos por esta causa en un año! Por eso aquí está prohibido, por eso la orden es separar a las parejas en distintos campos”.

Bailando con un oso

Uno de sus aciertos es la creación de un hospicio para viejos y enfermos terminales —con expectativa de no más de seis meses de vida—, dos unidades con 35 camas cada una, donde los ministros y voluntarios acompañan a morir a sus compañeros. “Ya nadie se muere solo. Aquí ves a gigantones llorando en el hombro de algún compañero, arrepentidos de lo que hicieron. Todos tienen oportunidad de vivir y morir en paz y con dignidad”, dice la enfermera Tonia Faust, quien ahí labora desde 1998.

Asimismo Cain, quien cree en la compasión, enalteció los sepelios: el cuerpo flanqueado con el cántico de los reos, viaja a su último morada al interior de una distinguida carroza jalada por cuatro robustos caballos blancos, como si se tratara del entierro de un lord. Antes a los muertos se les metía en cajas de cartón que a menudo se rompían dejando caer el cuerpo. Hoy se fabrican ataúdes de madera, con el interior forrado en seda, que inclusive se comercializan. De hecho, el ataúd del predicador evangelista Billy Graham, para cuando muera, fue fabricado en Angola.

Con tino transformó asimismo el Rodeo, más una feria que el sitio donde están los reos más peligros del país. Este temerario circo romano que hace medio siglo inició como diversión de los presos, en el que los reos se enfrentan a toros y caballos salvajes desbocados, se llevaba a cabo en una arena para 2 mil 800 personas. Cain puso a los reclusos a construir una nueva sede para 15 mil espectadores, y un fin de semana de abril y cada domingo de octubre, consiguen casi lleno total de un público diverso que incluye a familias norteamericanas con niños y turistas internacionales que viajan específicamente a presenciar lo que se anuncia como “The wildest show of the South”.

El popular Rodeo no sólo genera sustanciosas entradas de capital para programas en beneficio de los reclusos —alrededor de un millón de dólares—, sino que acerca a los trustees con la población libre, aminorando las escamas de desconfianza y temor con respecto a la cárcel.

“No tenemos cuernos ni cola como la gente nos percibe. Yo trataba de ser aceptado y tomé decisiones erróneas que victimizaron a toda mi familia. Desde entonces nadie me visita. Ser osado en el Rodeo, tener el aplauso del público, es una manera de sentirme otra vez humano”, dice quien mató a dos hombres y tiene 30 años de no ver a sus hijos.

Los reclusos tienen ahí la oportunidad de vender las artesanías que producen a lo largo de todo el año (sillas, cobijas bordadas, artículos de piel y obras de arte) y tener dinero —administrado por las autoridades del penal— para comprar más materia prima o para ofrecer una cena a sus familiares. “Haciendo cinturones y carteras gané 600 dólares en octubre. Mucho dinero si piensas que con mi trabajo de limpieza gano 14 dólares a la semana”, dice James Magee, preso desde 1969.

La cárcel recibe 119 millones de dólares anuales del gobierno que se van mayoritariamente en salarios y comida. Esta cantidad se ha reducido por recortes presupuestales, sin embargo, con su Rodeo y con las ventas de productos y alimentos —vegetales que alimentan a cinco prisiones; la producción de placas de automóvil, colchones, artículos de limpieza y la salsa picante Guts and Glory, que se distribuye masivamente en Louisiana y el sur del país—, Angola genera alrededor de 4 millones de dólares adicionales que se emplean para pagar funerales y medicinas, y para implementar proyectos educativos y religiosos.

La puerta de Angola está abierta a los medios. Ahí se han filmado decenas de reportajes y taquilleras películas, entre ellas escenas de JFK, dirigida por Oliver Stone. William Hurt se preparó para su rol en El pañuelo amarillo, recluyéndose cuatro noches en una celda de máxima seguridad de Angola, y la historia de Dead Man Walking —protagonizada por Susan Sarandon y Sean Penn— está basada en una historia real que ahí sucedió.

Cain, cazador en sus tiempos libres, con humor dice que se mantiene vivo y vigente porque “baila con un oso en la oscuridad”, siempre atento para que el oso no lo muerda.

Orgulloso sostiene que ha logrado pasar la estafeta de la transformación a sus hijos y nieta, también figuras claves en el sistema penitenciario de Luisiana: el mayor es director de una cárcel de mil 800 reos, su hija está casada con un alcaide encargado de mil 500 presos, el menor tiene a su cargo la producción agrícola y ganadera de Angola, y la nieta es responsable del polígrafo con el que se confirma la veracidad de los testimonios de los reclusos.

Este modelo de éxito se intenta implementar en las cárceles de Texas, West Virginia y Nuevo México, entre otros. De hecho, García Zalvidea, interesado en transformar los centros penitenciarios de México, trajo a Cain a visitar un par de reclusorios de la capital de nuestro país.

“El principal problema es que están sobrepoblados y no generan dinero propio”, señala. A lo que habría que añadir que no hay una intención de modificar prácticas tradicionales, no tienen una filosofía de transformar a los presos, no hay reglas claras, estratificación por peligrosidad y, peor aún, prevalece la corrupción.

Guadalupana de la esperanza

Un gran número de los 300 hispanos que están en Angola participaron en la construcción e inauguración de la capilla, entre ellos 20 mexicanos que, quizá porque llevan poco tiempo presos, por un asunto cultural, o porque dicen la verdad, aseguran que son inocentes.

“Lavaba platos en un restaurante chino, acababa de llegar a Estados Unidos y me culparon de un incendio”, Alejandro O. (de Morelos). “Yo iba pasando por ahí y me acusaron sin pruebas”, David M. (Sinaloa). “Dijeron que yo asesiné a un hombre y me encerraron”,  Ismael V. (San Luis Potosí). “Estoy acusado de muerte y yo no maté a nadie”, Edmundo C. (Chihuahua).

El obispo de Baton Rouge, Robert William Muench, enfundado en una casulla blanca purificó y santificó el sitio con agua bendita. Más de uno de los reos lloró e hizo confesiones. Las palabras se repetían: “La fe nos mantiene vivos”. “La culpa es demasiado grande”. “Con Jesús, me siento libre en la prisión”.

Peter Richard Rubens, preso desde 2008 tras haber asesinado al amante de su mujer, miraba orgulloso su obra. Artista que retrató estrellas y grandes celebridades, entre ellas a Bill Gates, fue él quien esculpió las columnas de la fachada de la capilla, realizó vitrales, restauró estatuas que donó la Arquidiócesis de Louisiana  y varios de los murales que reflejan el via crucis de Jesús.

Entre cantos, bendiciones y celebración, olor a incienso de pino, velas y consagración, el gozo y la satisfacción eran palpables. En esta cárcel hay cuando menos 3 mil reos católicos que ahora tienen donde rezar. Una veintena de los reclusos, vestidos de blanco, fungieron de ministros. “Sólidos en la fe para salir de las tinieblas”, recita Miguel Ángel, uno de dos hermanos cubanos con una historia que supera la ficción: el primero mató, el segundo extrañaba tanto a su hermano que robó bancos hasta que 15 años después logró que lo apresaran en Angola.

El momento cumbre de la inauguración de esta capilla fue cuando Jorge Valdés leyó una carta del Papa Francisco en la que éste ofrecía hacer una visita presencial al penal en una próxima gira a Estados Unidos. Unas horas antes, Jonalyn, la esposa de Cain, se encontró con el Papa en el Vaticano, le habló de los aciertos de Angola y logró que se entusiasmara con la inauguración de la capilla en honor de la Virgen de Guadalupe y mostrara deseos de visitarla.

Los mariachis cantaron: “La-Gua-da-lu-pa-na… la Gua-da-lu-pa-na bajó al Tepeyac”. Los reos, al sentir el lente de mi cámara sonríen, se muestran deseosos de confesarse: el que habla de injusticias, el que reconoce sus crímenes, el arrepentido, el que reclama, agradece o se lamenta.

“¡Qué maravilla que hombres rotos como yo podamos venir a este refugio a aprender a amar. Darnos cuenta de nuestro potencial como seres humanos”, dijo Andrew, apretando un crucifijo. Un joven que nació en cuna de oro, perdió el rumbo y hoy lo corroe la culpa. “Todo me fue dado, fui yo quien tomé las peores decisiones y pago por ello. Mis pobres padres lo intentaron todo… Me volví adicto a la cocaína, fui arrestado, salí del penal y volví a lo mismo. El 10 de septiembre de 2002, sin un quinto en la bolsa, asesiné a dos buenas personas por robarles su dinero. No fueron las drogas, tomé la decisión de matarlos, me acuerdo de cada detalle. Una de las veces que mi papá me visitó me dijo que me amaba. Fue devastador. Sólo así entendí el dolor que provoqué a mi familia, ese día decidí cambiar”.

Para terminar llegó un Santa Clos que repartió dulces y abrazos. Era Gerald Kelly, un hombre que tras 25 años en Angola, y una condena de 99 años, fue premiado con una sorprendente apelación que le permitió salir de la prisión unas cuantas semanas antes. Una aguja en un pajar.

En 1989, después de una estadía en Europa como militar, padeció una severa crisis cuando su mujer se enfermó. No tenía para pagar las cuentas médicas, robó tres misceláneas, lo capturaron y le dieron 33 años por cada una de ellas. Nunca mató a nadie, pero fue juzgado en Louisiana, el mayor encarcelador per cápita del mundo y el Estado con las sentencias más rigurosas y severas de la Unión Americana. Gerald, consciente de su milagro, regresaba convertido en Santa Clos para infundirles esperanza a sus compañeros.

A la mañana siguiente, en la primera misa que se llevó a cabo en la capilla, el colombiano Carlos Arango, mejor conocido como Miguel Vélez, sicario de Pablo Escobar, con muchas vidas en su haber, tomó el micrófono para hacer una confesión pública, para contar su vida de cara a los murales de la Virgen que él mismo pintó.

Arquitecto de profesión, temiendo pasar su vida con el misérrimo sueldo que percibía en el Departamento de Planeación de Bogotá, aceptó la oferta de unos “amigos” de ir a trabajar a Estados Unidos. Su padre, un hombre modesto y decente, sin saber a qué se dedicaría, le suplico que no se fuera. Muy pronto ya era mano derecha de Pablo Escobar, de los hermanos Ochoa y de todos los cabecillas del Cartel de Medellín. “Era a mí a quien le encargaban cualquier cosa que se les atoraba. Era yo incondicional y me justificaba ante mí mismo creyéndome honesto”.

Un buen día, se dieron cuenta que Barry Seal, un piloto norteamericano que traficaba drogas con ellos, era un soplón de la DEA. A cambio de medio millón de dólares, Vélez se ofreció a matarlo en Baton Rouge en 1986. Lo pescaron de inmediato y llegó a Angola. Por indisciplinado y rebelde, por haber intentado huir en dos ocasiones, pasó 23 largos años recluido en soledad en el Campo J, pudiendo salir a respirar aire sólo tres horas a la semana. Ahí aprendió a pintar. Burl Cain lo visitaba a menudo, le solicitaba que cambiara. A nadie quería escuchar, hasta que llegó a su vida Jorge Valdés.

Hoy, señala, regresa con humildad al catolicismo que mamó en casa. Reconoce sus culpas, las lamenta y se asume como hombre de fe: “Quiero pensar que lo que cuenta es el final de la vida…”

 

Acerca de Silvia Cherem

Es Premio Nacional de Periodismo 2005 en la categoría de Crónica, por la serie “Yo sobreviví al tsunami”, y tres veces semifinalista del Premio Nuevo Periodismo de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, presidida por Gabriel García Márquez. Publica crónicas seriadas, entrevistas de largo aliento y reportajes especiales de temáticas nacionales e internacionales de índole cultural, política, científica y social, especialmente en los periódicos del Grupo Reforma. Es autora de: Entre la historia y la memoria (Conaculta, 2000), Trazos y revelaciones. Entrevistas a diez pintores mexicanos (FCE, 2004), Una vida por la palabra. Entrevista a Sergio Ramírez (FCE, 2004), Examen final. La educación en México 2000?2006 (Crefal, 2006), Al grano. Vida y visión de los fundadores de Bimbo (Khálida Editores 2008) y Por la izquierda. Medio siglo de historias en el periodismo mexicano contadas por Granados Chapa (Khálida Editores, 2010). Su entrevista a Octavio Paz titulada “Soy otro, soy muchos”, forma parte del Tomo 15 de las Obras completas del Nobel de Literatura.

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