En mayo próximo se celebrarán elecciones presidenciales en Irán con la posibilidad de que el actual primer mandatario, Hassan Rouhani, se reelija y siga permaneciendo en el puesto por cuatro años más. Hasta ahora bajo su gestión, Irán se ha ido incorporando de nuevo al concierto internacional, una vez que las sanciones han sido paulatinamente anuladas a partir de los compromisos signados en el acuerdo de Teherán con el G5+1, que obligó a los iraníes a detener su desarrollo nuclear bélico. Es así que desde hace poco más de un año se han multiplicado las inversiones, transacciones y contratos entre una diversidad de países e Irán, lo cual ha inyectado nuevos bríos a su economía largamente afectada por los años de parálisis como resultado de las sanciones. Hace un mes, por ejemplo, un buque tanque petrolero atracó en las costas de Algeciras para entregar su primera carga, reiniciándose así la actividad de la extensa flota petrolera iraní por mucho tiempo inutilizada y ahora ya activa para exportar buena parte de los 3.7 millones de barriles de petróleo diario que está produciendo.
Sin embargo, ese proceso que parecía avanzar más o menos satisfactoriamente, se ha topado con algo que no se preveía: el ingreso a la Casa Blanca de Washington de un personaje como Donald Trump, quien a contracorriente de la línea seguida por su predecesor, insiste en que el acuerdo con Irán ha sido “un desastre” y alardea de cancelarlo, al tiempo que consigue reimponer algunas cuantas sanciones como respuesta a una prueba misilística iraní. Ello, sumado al altercado y el cruce de amenazas a raíz del efímero veto que Trump impuso a viajeros de siete países musulmanes —entre ellos Irán— está cambiando las reglas del juego, no sólo en la relación EU-Teherán, sino en la política interna del país persa de cara a las elecciones del próximo mayo.
Es así que el ala moderada representada por el presidente Rouhani no puede darse el lujo de no asumir una postura enérgica y agresiva ante la embestida norteamericana y con ello hacerle el caldo gordo a sus opositores radicales que quieren regresar al poder. De tal manera que el discurso nacionalista ha sido retomado por Rouhani ya en múltiples ocasiones, una de ellas el 10 de febrero pasado, cuando en la celebración del aniversario de la revolución islamista de 1979 que derrocó al Shah advirtió a Trump así: “No nos amenacen. Irán no está buscando tensiones y conflictos en el mundo, pero se mantendrá firme y fuerte contra amenazas y violencia”. En la misma tónica otras figuras como el ministro de Relaciones Exteriores, Javad Zarif, y el también moderado expresidente Khatami han tenido expresiones nacionalistas exaltadas que llaman al fortalecimiento de la unidad nacional ante las agresiones de ese “Gran Satán” que ha mostrado su verdadera cara.
Mucho de esto puede interpretarse como una necesidad natural de preservar el honor nacional y no parecer débil ni sometido a la potencia norteamericana a fin de no arriesgar la reelección en los comicios por venir. Pero, simultáneamente, también hay señales de que no hay disposición a perder las nuevas oportunidades de crecimiento económico derivadas del acuerdo con el G5+1 cayendo en la provocación emanada de Trump. Así, el vocero del parlamento, Ali Larijani, declaró en una entrevista televisiva del 12 de febrero que el propósito del Presidente de EU es encolerizar a Irán y empujarlo a reaccionar violentamente para así hacerlo perder las ventajas que el acuerdo le ha brindado. Por tanto, él aconsejaba “manejar la situación con calma y sabiduría”. De ahí que el desafío para la actual administración de Rouhani es poder combinar una retórica de dignidad y aún de confrontación contra los actos y los decires de Trump para no aparecer ante el electorado como débil y sometido, con una contención real que le permita mantener a flote la dinámica económica de intercambios y negocios ya operando efectivamente desde hace un año.
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