La masa, resulta un ingrediente tan importante que sin ella no puede haber sociedad. Naturalmente, me refiero a la convivencia social, en general, sin la menor intención de establecer distinción alguna entre grupos, clases o estamentos sociales, ni tan siquiera -en la medida en la que éstas conviven con el ser humano- tampoco sin la menor crítica hacia las mismas ovejas y otros semovientes, tanto análogos como dispares.
La convivencia social humana, es causa y resultado, al mismo tiempo, de lo que aquel “sociólogo” de Filadelfia, Henry Charles Carey (que no se llamaba “Smith” ni vendía aspiradoras, como en las viejas películas de Holywood, pero que había nacido en el año 1793), llamó “ley de la gravitación social”. Autodidacta y publicista de primer empleo su autor, según dicha ley, al igual que los cuerpos físicos, los seres humanos también gravitan. Y asimismo decía este señor, nada menos que asesor a la sazón del Presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, que “el hombre tiende por necesidad a gravitar hacia el hombre, su semejante”. Y no sólo eso, sino que, a mayor cantidad de humanos reunidos en un determinado espacio, mayor es la fuerza de atracción. Exactamente igual que, en el orden físico, la gravitación universal, según la ley, anterior en más de un siglo, de Isaac Newton que la formula -creo recordar- es igual al producto de las masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Más o menos, con el permiso de Newton y del ya citado asesor del Presidente Lincoln, probablemente esto sucede también con las ovejas.
El ya citado Henry Carey, en unión de Albion Small (el de los “grupos de interés”) y Wilfredo Pareto (y su circulación de la élites), constituyen -además del sumo pontífice de esta pseudo-ciencia, Auguste Comte- la cumbre de la sociología organicista, bio-social, bio-analítica o natural-positivista. En suma, casi se trata de estudiar y entender el funcionamiento de eso que llamamos “la sociedad”, como si se tratase de un gigantesco cuerpo biológico, con su tejido nervioso, sus músculos, sus redes de venas y arterias y hasta sus jugos y flujos gástricos, a través de un también gigantesco microscopio -la Sociología- capaz de detectar y analizar todos los impulsos, tendencias y movimientos sociales.
Cuando uno es un niño, hasta se puede llegar a creer en los cuentos para niños, que pierden toda seriedad cuando el niño se hace mayor. Estas curiosas teorías, al igual que otras muchas orientaciones y visiones posteriores (las de Gabriel Tarde, Émile Durkheim, Wilhelm Dilthey, Hans Freyer, George Simmel, Max Weber y otros sacerdotes más, al final, se ha quedado simplemente en la encuesta, por toda y única “ciencia”, con el mero auxilio de la Estadística. Y además, de vez en cuando, también esta última -la encuesta, no la estadística- falla grotescamente. Por eso, Ortega jamás creyó en la Sociología, y ello tras leer los miles de páginas escritas por Durkheim y Dilthey, aunque ahora deseen creer a pie juntillas quienes se consideran “sociólogos”, o “politólogos”, además de los que dicen ser “periodistas”, muy en especial, en estos momentos, en España, y dentro de este último género, la especie de los que se dedican, con notables rendimientos, a la llamada “prensa deportiva” (es decir, al fútbol) o la “del corazón”. Naturalmente, además de los políticos “profesionales” y demás vividores del cuento.
Pero en lo que si creyó Ortega, muy firmemente, fue en la masa. Creyó tanto en ella, que fue quien diagnosticó, o descubrió, que “sin masa no puede haber sociedad”. La masa es indispensable, como lo son el agua y el harina para hacer pan. Pero, si solamente hay masa, sin la levadura de una “minoría egregia” que la fermente, tampoco es posible la verdadera sociedad, de modo similar a que sin hidrógeno y oxígeno, intrínsecamente unidos, no puede haber agua. Si se separan, quedarán dos gases, pero de agua no queda ni una gota. Y, por tanto, y por lo mismo, sin “minorías egregias” que orienten y dirijan a las masas, es aún menos posible la auténtica sociedad. La sociedad del bienestar y la justicia, la solidaridad, la salud, la enseñanza y sobre todo la agradable convivencia en armonía, no sólo de algunos individuos sino del todo, de la Ciudad. También se puede y debe decir, que de la organización política que ha de ser el Estado, soberano, independiente y libre.
La masa siempre ese esencial, pero accidentalmente la diferencia de su comportamiento colectivo, puede producir resultados muy distintos.
Cuando, sin sumisión alguna a nadie, a ningún poder, de iure o de facto, la masa está educada, civilizada, y es obediente a los que verdaderamente saben, a los mejores hijos del pueblo -que ellos son la única y verdadera aristocracia- la sociedad se articula, se organiza y vertebra, de tal modo que, en el orden práctico, tan sólo en ella puede hallarse el repertorio de soluciones eficaces a la maraña de problemas en que la vida humana consiste.
Por el contrario, cuando las masas se rebelan –bajo el falso principio de que todos los ciudadanos son iguales en capacidad, además de serlo moralmente, como verdaderos hermanos- entonces la sociedad se disloca, se descoyunta e invertebra. Y surgen los populachos, conducidos no por la Libertad, como en el famoso cuadro de Eugene Delacroix, pintado en 1830, sino por esa peste actual de la TV, controlada, dirigida y manipulada por los Gobiernos, además de repleta de contenidos y personajes frívolos, inútiles estúpidos e idiotizantes. Y no hay que olvidar que aquella gran pintura hace alusión al pueblo de París levantado en armas a causa de la supresión por decreto del Parlamento.
Hay que decir también, pese al riesgo de incurrir en el vicio de la reiteración, a veces muy necesario, que, naturalmente, esa minoría ha de estar formada por los “aristoi”, que literalmente no son otra cosa sino “los mejores”. Los que más saben o mejor pueden resolver los problemas sociales, por la única razón de su capacidad personal para poder hacerlo. De aquel vocablo griego procede la palabra castellana “aristocracia”, que nada tiene que ver con los “títulos nobiliarios”, ni aun tratándose de un Estado de forma monárquica, que tradicionalmente los dispense, sino con capacidad de mollera y nobleza de corazón.
Pero, cuando en la organización política de la sociedad, que siempre ha de perseguir la pacífica y justa convivencia social, resulta que quienes ejercen los poderes del Estado, ya sea gobernando, administrando, legislando, juzgando y haciendo cumplir lo juzgado, son -con relativa independencia de sus tendencias políticas- en lugar de “los mejores“, la más degradada e incapacitada casta intelectual y moral, el resultado es el de un rebaño, sin pastor, sin organización y sin nada; un rebaño suelto y montaraz, condenado al malestar y la pobreza progresiva, cuando no a la incontinencia y la agresividad. Esto, más o menos, desgraciadamente para los españoles -esto- es lo que hoy, ahora mismo, está sucediendo en España.
Naturalmente también, la masa, las masas, no solamente son de izquierdas, aunque ello sea lo más frecuente. También hay masas de derechas, o de cualesquiera otras tendencias políticas, incluyendo muy especialmente a los llamados “apolíticos”, la gente más insubstancial, nefasta y peligrosa, en la medida que también forman parte del electorado, de la misma manera que el egoísmo, la iniquidad, la avaricia o, en suma, la maldad, puede alcanzar a todo ser humano.
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