El título de esta nota es un verso del famoso poema que Paul Celan, el gran escritor judío rumano, escribió en la lengua de los verdugos para dar cuenta de lo que fue el sufrimiento y la atmósfera de opresión que se vivía en los días del Holocausto, una de cuyas víctimas fue precisamente él. El mismo día en que la prensa internacional comenta las visitas periódicas que los palestinos de Cisjordania hacen a las playas israelíes en un clima de total normalidad, aparece un suelto que comenta la complicidad alemana con los asesinos de los atletas israelíes durante las olimpíadas de Munich. Noticia tanto más escandalosa cuando aún está fresca la negativa germana a aceptar la circuncisión en ciertos lands bajo pretexto de que se trata de una mutilación. Alemania vuelve, pues, de nuevo a sus prejuicios y al fantasma de sus odios y rechazos.
Claro está que no toda Alemania, pues también está la que fabrica y vende submarinos atómicos a Israel. Y sin embargo, cuando leemos que hubo una cierta complicidad entre los asesinos de los atletas israelíes y los oficiales de entonces en el gobierno, no podemos evitar un gesto de asco y desconsuelo, un largo suspiro de decepción. Finalmente brota, de donde menos se espera, el viejo instinto de odio y desprecio cuando no indiferencia por el destino de los judíos, lo que nos lleva nivel tras nivel a comprender la paranoia de Israel en relación a Irán y la poca confianza que le merecen, ahora y siempre, sus vecinos y enemigos. El citado poema, cuyo título es Fuga de muerte, tal vez el más importante de la postguerra en lengua alemana, sintetiza como en un cuadro cubista los distintos estadios del horror, y une victimarios a víctimas en una danza macabra que las palabras expresan con una cadencia tan dolorosa que uno se pregunta cómo pudo, el poeta, decir tanto en tan poco espacio y cifrar ya para siempre, en la frase que habla de la maestría alemana para la muerte, una idea central que parece perfilarse de Durero a los ideólogos nazis con una nitidez horrorosa.
Los cronistas imperiales romanos se preguntaban qué podía surgir de un pueblo que desayunaba cerveza y adoraba el cerdo en todas sus formas. Veían a los germanos como buenos guerreros precisamente por su insensibilidad física, la cual, y con el tiempo, llegó a ser insensibilidad moral. La bestia rubia era para Roma un buen modelo de guardia pretoriana, apenas si separada de barbarie por la sumisión a las órdenes que recibían, y esa misma sumisión, esa servil obediencia, hay que decirlo una vez más, es la que confesaron los jerarcas del Tercer Reich al ser juzgados en Nüremberg. Quien dice sumisión también dice sometimiento a intereses oscuros, los que deben de haber movido a los políticos de Munich que perdonaron a los asesinos la matanza de los atletas judíos indefensos. Que tal noticia vea la luz en estos momentos no es bueno para nadie, pero la prensa vive de esas viejas carroñas. Parece, pareciera que la colección de maldades de la que es capaz la Humanidad es infinita, y que sólo de tanto en tanto, como los paseantes palestinos en Israel, la luz de la bondad nos hace querer proseguir en la ruta de una eventual y pacífica convivencia.