Es sabido que Xántipa, la mujer de Sócrates, lo tenía a maltraer. No fue, sin embargo, el único ni el último en padecer, por exceso de compasión y lentitud de pensamiento, el avasallador mundo emocional de la féminas. El místico y poeta persa Rumi, en el siglo XIII, dio cuenta en una de sus fábulas de ese arquetipo en el cual un sabio pierde siempre, a causa de su talante dubitativo y cauteloso, cualquier discusión que entable con su esposa, hija o pariente femenina. Lo curioso, lo notable, recuerda Rumi, es que en esas ásperas charlas la mujer suele adoptar el polo realista, terrestre de los hechos, acusando al hombre de volar tan alto que olvida sus deberes cotidianos, por no hablar de los conyugales. Puede que el filósofo discurra sobre las verdades del cielo en el alma y del alma en el cielo, pero el rumor de fondo que más cerca sentirá una y otra vez como eco a sus palabras será el rezongar femenino respecto de lo que no ha hecho, de su desorden y sus olvidos, de su falta de responsabilidad en suma.
La mujer del filósofo no es, empero, más temible que las demás. De hecho, si imaginamos cómo eran los maridos de ciertas mujeres excepcionales nos encontramos con la situación inversa: el que protesta es él, ocupado como está por los trapos diarios, la comida y, si los hay, los niños a los que debe atender mientras ella envuelve y desenvuelve sus ideas. Se necesita tanta devoción como la que manifiestan los discípulos para perdonar los descuidos, las torpezas, las negligencias de un genio, sea filósofo o no. Si hay alguna verdad en esto consiste en que la abstracción del pensamiento, a la hora de manifestar lo pensado, duda sobre la justicia o injusticia de su acción, en tanto que el de talante más activo obra mal o bien y luego reflexiona y, si se acuerda, piensa más tarde sobre lo hecho, razón por la cual parece, desde fuera, que el aguijón lo lleva el consorte del pensador, el cual acabará, como el mismísimo Sócrates, por endurecer su piel ante tantas y tan insistentes acometidas. Dicen que desde el mismo momento en que Moisés halló su destino y su luz descuidó a Zipora, su mujer, quien tuvo celos de su misión, y a Rumi el persa le pasó otro tanto cuando Shamsh Tabrizi, su maestro, entró en su vida. Olvidó todo, su vida de esposo, su paternidad incluso, para entregarse a la meditación y la danza mística. Que es de lo que nos acordamos, agradecidos, hoy, así como damos gracias a Platón por evocar y consignar las mejores ideas de su maestro Sócrates en lugar de sus dolientes confesiones conyugales.
Un proverbio judío reza: “Quien es bueno para el mundo es malo para su familia.” Tal vez se trate simplemente de eso. Si nos consagramos a la totalidad es lógico que alguna de nuestras partes padezca la tiranía de esa dedicación. Por otro lado, si nos dedicamos en exclusiva a otra persona el misterio mayor de la totalidad que la incluye se nos escapará.
La respuesta a este dilema intentó darla C.G. Jung en los años treinta esbozando su teoría acerca del introvertido y el extrovertido. Tímido, inseguro, el primero será más un meditador de la vida que su actor. Arrojado e inquieto, el segundo tenderá a perderse en la irreflexión y los sucesos externos. Relacionados entre sí, tanto si son pareja como simples amigos, siempre padecerá más quien más piense. Incluso sin ser filósofo.