La nueva guerra

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Nuevo gobierno, nueva guerra.

Con la Docena Pánica terminó también la guerra contra el narcotráfico y la delincuencia organizada, con una lista de 100 mil bajas entre muertos, heridos y desaparecidos. En el duelo de la derrota y el esfuerzo por disfrazarla de triunfo, la Tumba del Civil Desconocido no se le ocurrió a nadie. Lástima, porque como negocio hubiera sido más productivo que la Estela de Luz, pero la tirolesa, las entrevistas a los noticieros del carrusel, la agonía del adiós y el presuroso clímax del auto bombo no permitieron distracciones. Cadáveres no hubieran faltado para escoger uno a la medida. No se puede todo. Se hizo lo que se pudo, justo es reconocerlo.


La guerra contra la corrupción debe centrar el esfuerzo del nuevo gobierno. Nada hay más importante. La corrupción es la causa principal de la pobreza, la ignorancia, la mortalidad temprana, la inseguridad ante los criminales, la angustia frente al futuro. Ninguna obra pública puede cumplir su propósito de mejorar la vida de los ciudadanos si se es encomendada a estafadores y ladrones.

No hay en México una investigación que permita calcular los daños causados por la corrupción. La extendida complicidad oscurece este tipo de delitos. Cálculos de gobiernos y compañías trasnacionales que presupuestan sobornos cuando invierten en México hacen saber, con base en informes fáciles de consultar, que nuestro país se coloca entre los más corruptos del mundo. Desde la mordida al agente de tránsito hasta los premios de literatura a plagiarios, pasando por el tráfico y explotación de personas en las fronteras, la riqueza insolente de líderes de obreros traicionados, la importación con permisos oficiales de alimentos nocivos, los cambios de uso de suelo en perjuicio de vecinos, la protección a grandes minoristas, el robo de medicinas a los pobres, la entrega de concesiones y permisos sin licitación y la impunidad de los culpables son el pan nuestro de cada día.

No es casual que los países con mejor calidad de vida tengan menor nivel de corrupción: Noruega, Suiza, Singapur; mientras los lugares corruptos albergan a los más miserables como México, Nigeria o Haití. Sería una estupidez adjudicar a una sola causa la pobreza de la mayoría de las naciones. Cada una tiene su catálogo de motivos de acuerdo a su lugar en la geografía, la historia, la economía, la educación. Y si usted quiere échele la culpa a Dios o a la suerte, pero advierta que en ellos existe un factor compartido, un denominador común: la corrupción.

Es signo alentador del sexenio recién nacido la creación de un organismo especial de combate a la corrupción. Desaparecieron dependencias creadas para encubrir delitos de funcionarios y proteger a criminales incrustados en la administración pública. Esa actitud refleja preocupación por romper un esquema de vida de la sociedad mexicana, tan antiguo que parece inconmovible. Su combate es desafío complicado porque ha penetrado los organismos públicos y privados de todos los niveles. Se intercambian favores y comparten los beneficios mal habidos. El nuevo presidente no va a carecer de materia prima al iniciar su labor inaplazable de limpieza. Los culpables ahí están. Si la basura se barre de arriba hacia abajo, no tendrá que ir lejos para iniciar la tarea.

La guerra contra la corrupción es una buena bandera. La semana pasada se puso broche de oro al sexenio con el destape de otro posible robo: los cuatro consejeros profesionales de Pemex, compañía más productora de pus que de gasolina, denuncian en carta detallada que el costo del gasoducto de Los Ramones, 3 mil millones de dólares, está “inflado” 60 por ciento. El procedimiento de este despojo al pueblo es similar al de los barcos que por un dedazo reciente se contrataron con astilleros gallegos. El blindaje absoluto que protegió al trinquete naval, el negocio más turbio hasta entonces en la historia de México, alentó este nuevo atentado contra los dineros públicos. Es un ejemplo cualquiera: ni el mayor ni el más raro.

Señor Enrique Peña Nieto: hace 50 años vi caer al presidente Adolfo López Mateos en el Congreso de Brasil. Accidente embarazoso, ridículo, casi grotesco. Sin sacudirse el polvo subió a la tribuna y principió: “Habrán observado que tropecé al entrar. Les aseguro que es el único tropiezo que he sufrido en el terreno de la ley”. Los legisladores, pasmados poco antes, aplaudieron de pie hasta cansarse. Yo también. Y me sentí orgulloso.

Llegué al taller de los legisladores según la enseñanza de su ilustre paisano doble. Ningún primer paso mejor dado que el de cumplir y hacer cumplir la norma jurídica. Usted lo juró hace unas horas.

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