“No te preocupes, pequeño minotauro mío: dentro de milenios nuestro amor será perfecto.” Y empezó mi vida. Aquella búsqueda de un dolor desesperado, de vivir el sufrimiento, de poder escribir con pasión a nuestro más despiadado verdugo. No buscaba nada más. Encontré las letras: con su sufrimiento integrado, con el profundo pesar de valerse de expresiones. De ser expresiones, de convertirse en tinta.
La música jugaba. ¿Quién era Tita Valencia? “nació y creció en México D.F., en un ambiente dado a las letras, la música y las artes plásticas. De ejemplar independencia, dejó una promisoria carrera de concertista por desarrollarse en un campo que exige en pleno dominio de múltiples vías de comunicación humana. Ha publicado cuentos y ensayos.” Nada más. Esa era: la contraportada de un libro que por error llegó a mis manos. Una foto y un resumen de Minotauromaquia. Palabra que a los trece años no encontré en el diccionario, y me valió madre. Lo leía. Y escribía. ¿Qué más había por hacer en la vida?
Quería ser ella, necesitaba sentir eso. Necesitaba que una mujer me dijera eso, que una mujer me amara tanto para desgarrarse. Necesitaba sentir. Crecer, ser adulto. De esos adultos que aman.
Los adultos no aman. Al menos no siempre. Y entendí, años más tarde, la lidia, el minotauro y la tauromaquia. Entendí que las entrañas sienten más de lo que deben. Que las entrañas incluyen el secreto más puro de un hombre, de una mujer. Y sus entrañas luchando son el secreto de la humanidad. Así me lo ha presentado Tita Valencia por tantos años. Su respuesta enferma, trágica y romántica a la desastrosa relación de los humanos en pareja. ¡Qué magia, carajo ! “Eres un insulto disfrazado de juglar y de diamante. Oficio insobornable. Por eso ni el amor ni el arte ni la vida te soportan.”. Frase repetida una y otra vez. Tita Valencia: poesía. Yo era poeta. Necesitaba ser poeta. Los poetas sentían como Tita Valencia. Esa mujer estaba loca, se veía en su cara. Se veía en esas greñas despeinadas de la foto en blanco y negro. Estaba loca. Escribía como loca. Sentía como loca. Quería una así, que me despedazara, que me diera vida y me matara. Quería ser un loco lleno de nostalgia y de ceniceros incrustados en espejos. Ese era el amor que ella me había descrito. Era el amor que quería vivir.
El amor de los locos. De seres mitológicos que no entienden pero están. De seres mitológicos que sufren. Yo sufrí como esos locos, sufrí como un minotauro con la espalda clavada en la espalda. Sufrí cada estocada. La sentí. Esa sangre del ruedo dio color a mi piel. No era como pensaba. Pero sí era como lo describía magistralmente Tita, la que seguro lo había vivido, la que había escrito Minotauromaquia con el puro instinto, con la sangre de mujer, con el dolor del corneado. Con la vida y la pasión necesarias para hacer poesía. Nadie conocía ese libro. Era mío. Tita Valencia, la de las fotos y la frase era mía. En los conciertos de piano buscaba su cara. Nunca la encontré, pero en los años encuentro su tinta. Indispensable. Absoluta.
No sé más de ella. Lo siento. No puedo informar más. Pero he comprado cada copia de aquel libro como he encontrado en librerías del viejo. Y no falta en mi librero. Tampoco en mi escritorio.
Yo no soy poeta. Lo intento. Ella lo es sin intentarlo. Su víscera es la poesía que inició a mi tinta. Y aquí estoy. Admirando y soñando.
Porque desde aquella frase nunca he podido dejar de ser un loco. Y sigo buscándola en los conciertos de piano, con las greñas despeinadas y su ardiente piel en mi silencio. En el que ella rompió una vez.
Artículos Relacionados: