En pleno centro de Marrakesh, frente al zoco de mil recovecos y cien oficios, se extiende la gran explanada que llaman Jemaal El Fna en la que el mundo de Las mil y una noches está aún vivo y exuda misterio, delirio y pobreza por partes iguales. Llegamos a él a media tarde y ya suenen los flautines izando las cobras negras y desdentadas, bailan los travestis o señores de dudoso sexo ataviados de odaliscas; te persiguen mujeres con velo para hacerte un provisorio tatuaje de henna; saltan sobre tu hombro los monos que huelen a pipí; te saluda el músico llegado del Atlas con un pequeño tambor y su sonrisa sin dientes; te reclaman los coloridos aguateros que viven de las fotos que los turistas les toman; y por supuesto te asedian los niños que, como moscas, zumban para mostrarte sus llagas o señalan a sus tullidos hermanos para incitarte a la piedad. La Humanidad entera está representada aquí con sus taras, virtudes, talentos y triquiñuelas. En primer lugar el cuentista, el engatusador que sólo con su palabra es capaz de atraer multitudes. Luego el mago, el adivino que mide tus partes con un cordel y te explica por qué enfermaste de esto o aquello. La sanadora, la echadora de cartas, incluso el loco que junta palabras incomprensibles y las echa a volar ante la mirada de cientos de desocupados.
Porque en Marrakesh parece que nadie trabaja, o que lo hacen poco y sólo las mujeres. A esa misma hora-las diez de la mañana, pongamos por caso- y en Europa, todo el mundo corre de un banco a otro, trabaja en una fábrica o conduce un camión; enseña, compra, estudia, vende, envía, diseña, etc. En Marruecos es tanta la gente que no hace nada que no nos sorprende que quieran cruzar el estrecho para recoger fruta en Tarragona o esforzarse como peones de la construcción. Tampoco se mueren de hambre, es cierto. La escasa labor de un día es o representa la comida de esa jornada. Los hombres, irascibles e insistentes con el turista, son en cambio muy gentiles y afectuosos entre sí. Eternos adolescentes de oscuro bigote, casi todas sus mujeres parecen-pasada la primera juventud-, madres de anchas caderas y mirada triste a quienes la vida no ha tratado bien. Antiguamente, nos cuentan, sólo salían tres veces de sus hogares: en el vientre de sus progenitoras y para ver la luz; para habitar la casa de su marido y por fin para ir al cementerio. No es de extrañar, entonces, que ésta sea una civilización machista.
De noche, y como estamos en Ramadán, la plaza Fna se anima aún más por las luces de los chiringuitos que ofrecen desde cabezas de carnero hervidas hasta huevos duros, toda suerte de frituras y el sabroso cuscús. Llegan más músicos de los pueblos cercanos y establecen el círculo de su actuación. Todos tocan lo mismo y cantan de modo parecido, y eso ¡todo el año! Pero cesan cuando el almuédano llama, desde los minaretes, y en las horas canónicas, a la plegaria. Aunque no lo parezca es un lugar seguro, en el que no nos salvamos de los constantes asedios para pagar por éste o aquél espectáculo, pero donde nadie tironea de tu cartera o te clava un cuchillo. No hay exceso de color. Abundan el negro y el marrón de las chilabas. La endogamia ha hecho de este sitio un lugar en donde cada ser parece la reproducción clónica del que acaba de pasar a nuestro lado, salvo para el caso de los bereberes, que siendo más oscuros de piel parecen diferenciarse bastante más entre sí. Como estamos en fiesta, también salen, por la tarde, las mujeres, vestidas como monjas, monumentales, decididas. Se ven pocas parejas. Los señores se agrupan ante los corros y aguardan a que los distraigan con maravillas y sueños milenarios. Los niños corren de un sitio a otro persiguiendo a los visitantes. Las cobras esperan a que las encanten.
Uno imagina lo mal que lo deben pasar los turistas japoneses al ser tocados por los moros, que para hablarte o venderte algo muestran una confianza táctil asombrosa y no del todo agradable. Digamos que tienden a ser sobones, insistentes, excesivos, rencorosos si no les compras nada y despreciativos debajo de sus máscaras de eventual simpatía. Con todo, la plaza Fna es un mundo atrayente, en el que pulsa una nota de constante gratuidad, pues haya o no público cualquiera puede allí contar su historia, tocar su instrumento, exhibir sus males o sus bienes, ofrecer sus ocurrencias, etc. Todo dentro de un decoro establecido por la moral islámica. Hay pobreza, suciedad, miseria incluso, pero nada es obsceno o cruel. Por las mañanas alguien arroja semillas y migas de pan a los gorriones, que aquí tienen la cabeza de un azul claro, celeste, un tono tan hermoso que los pájaros parecen pintados. Retornan de nuevo los vendedores de frutas y verduras, solitarios herboristas, matemáticos de tercera, astrólogos. La fiesta continúa, dejando muchos espacios vacíos en la gran explanada. No tardará mucho en llegar el comerciante de ámbar, especias y también de pequeñas tortugas y camaleones, los infaltables aguateros sin agua y los adolescentes que dicen regalarte un collar de algodón morado para después endosarte dos verdes. Pocas plazas del mundo contienen tanta vida y disimulan tanta escasez. Este es, para los marroquíes, su circo, y gran parte del pan que comen se lo pagamos nosotros, los turistas. Cae la noche, y de tan nítida y africana la luna adquiere un aspecto naíf. Los tambores que aquí suenan no cesarán hasta que se acabe el mundo.