La singularidad de Jerusalén

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De los casi doscientos países del mundo, Israel es al único al que se le cuestiona su derecho de decidir la sede de su capital. Un cuestionamiento muy llamativo porque, como era de esperarse, la sede recayó en el mismísimo solar que el rey David proclamara hace más de tres mil años.

Si Tel Aviv fuera la capital de Israel, estaríamos frente a un país novedoso con el que se podría convivir en paz. Pero cuando se acepta a Jerusalén como capital, se admite implícitamente que aquí no hay novedad, sino un Estado renacido. La misma capital de Judea en la que profetizó Isaías, por la que combatieron los macabeos y en la que predicó Jesús, la Jerusalén que fuera la capital de los judíos hace siglos, ha recuperado esa función.

Por ello el filósofo español Julián Marías sostuvo que Israel, sin Jerusalén como capital, pierde sentido histórico.


Jerusalén es a veces concebida como un concepto abstracto, una ciudad santa y eterna, pero no como polis activa.

Para los británicos, esa espiritualización de la ciudad aparece incluso en su himno nacional-religioso, que lleva por título Jerusalem. En uno de sus cuartetos escribe William Blake los versos entonados hasta el día de hoy: “En mi lucha mental no cesaré / ni dormirá mi espada en pereza / hasta que construir Jerusalén/ en la verde y bella tierra inglesa”. Los logros espirituales de la ciudad la convertían en modelo de esperanzas.

La raíz de ese arquetipo de la ciudad partió de una parábola del profeta Isaías acerca de una “Jerusalén de los cielos”, que la tradición judaica extendió a una ciudad que precede a todo lo existente y que, al final de la historia, unirá a la humanidad. Durante la Edad Media inspiró, en Francia canciones de gesta y en Inglaterra poemas épicos. En el Renacimiento italiano, epopeyas como la de Torcuato Tasso en su Jerusalén liberada, una romantización de la Cruzada. Tanto verso y epopeya pueden distorsionar la comprensión de la Jerusalén real.

Los judíos son el grupo mayoritario de la ciudad desde hace casi dos siglos y ésta nunca fue capital (ni siquiera provincial) bajo imperios cualesquiera, incluído el del Islam. Mientras que en la modernidad el control foráneo sobre la ciudad llevó a su parcial destrucción y atraso, la recuperación judía fue la única que garantizó libertad de cultos y protección a los lugares sagrados de todos los credos, amén de un crecimiento sostenido, claramente visible por doquier.

Es que la idealización de Jerusalén que nace en el judaísmo, por un lado, y la que hereda el resto de la humanidad por el otro, son diferentes. En el caso judío, el foco inspirador no es solamente la visión profética, sino también la urbe terrenal. Aquí regresaron desde la Era de Oro Española Iehuda Haleví en el siglo XII y Najmánides en el XIII, y los Jasidéi Ashkenaz, y Ovadia de Bertinoro en el XV. Y luego la inmigración de Jazón Sión que arribó en 1722, y las varias olas de jasidim, y los alumnos del sabio Gaón de Vilna, y finalmente los llamados biluím, y las inmigraciones modernas que reconstruyeron el Estado judío. Todos a Jerusalén no para soñar sino para cumplir con sus sueños.

El poeta israelí Iehuda Amijai expresó en su poema Turistas la permanente dicotomía de las dos Jerusalén, y la opción judía por lo terrenal. El poeta se describe a sí mismo cargando dos bolsas del mercado cuando repentinamente lo señala con el dedo un guía turístico. Éste explica a su grupo: “un poco más a la derecha de aquel hombre con las bolsas se encuentra un arco de la época romana”. Amijai reflexiona: “la redención llegará sólo cuando les digan: ¿Ven el arco de la época romana? No importa. Pero debajo hay un hombre sentado que compró frutas y verduras para su casa”.

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