La sociedad europea ante el espejo

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En los últimos años estamos viviendo un resurgir del racismo y la xenofobia en Europa. La ultraderecha gana fuerza en los diferentes procesos electorales nacionales. Países como Holanda, Austria, Alemania, Italia, Hungría, y, recientemente, también España, han ido viendo el despertar de partidos que defienden postulados racistas y xenófobos.

Tras la barbarie y el horror del Holocausto, parecía que Europa había tomado conciencia del grave peligro de las ideologías supremacistas. La defensa de la superioridad de la raza aria condujo al genocidio de seis millones de judíos y de otras comunidades y etnias. Tras la caída del régimen nazi, en Europa se erigieron numerosos memoriales y monumentos conmemorativos en recuerdo de las víctimas y como recordatorio de lo que jamás habría de volver a suceder.

Sin embargo, el racismo nunca desapareció del todo del alma europea. El proceso de desnazificación quedó incompleto por falta de recursos y los Juicios de Nüremberg únicamente juzgaron a los principales jerarcas del régimen nazi. Miles de miembros del Partido Nazi, del Frente Laboral Alemán, de las SS, guardias de campos de exterminio, integrantes de las Juventudes Hitlerianas, de la Liga de Mujeres Alemanas y otras entidades afines al nazismo, quedaron libres y se integraron en la vida social y política alemana de la posguerra (Taylor, 2011).


Las potencias aliadas manifestaron su incapacidad para juzgar a una cantidad tan enorme de personas. 45 millones de alemanes estuvieron relacionados con alguna de esas entidades. Investigar y juzgar a todos ellos resultaba sencillamente imposible. Entre los años 1945 y 1949 las encuestas señalaban que la mayoría de los alemanes pensaban que el nazismo fue “una buena idea, mal aplicada” (Judt, 2005).

Europa ante el espejo

En Europa sigue existiendo un sentimiento de superioridad con respecto a personas de otras razas y cierta desconfianza hacia las personas no europeas. Marta Casaús Arzú (2017) señala que: “Se mantiene la dicotomía civilización o barbarie en esencia: la civilización corresponde siempre a Occidente y la ‘raza blanca’, y la barbarie al Otro; valorándose con esta perspectiva y juzgándose de este modo las demás culturas. Se aplica así una escala jerárquica de subniveles de barbarie (y también de civilización)”.

Esta autora señala que tras la Segunda Guerra Mundial, Europa pensó que el racismo había muerto. Pero esto no sucedió así. El racismo mutó y adoptó diferentes formas, constituyendo un problema no resuelto.

En Europa las vidas humanas no reciben la misma valoración en función de su origen racial o étnico y su nacionalidad. Cuando apareció el niño Aylan Kurdi muerto en la playa, Europa se estremeció y pareció que algo iba a cambiar. No fue así. Cabría preguntarse por qué Europa se manifestó tan afectada por la muerte de Aylan y sin embargo apenas murmura cuando fallecen niños africanos ahogados en el Mediterráneo.

Recientemente el cuerpo de Samuel, de 4 años, natural del Congo, apareció en una playa de Barbate, Cádiz. La cobertura mediática internacional fue muy inferior a la de Aylan. Muchos niños africanos fallecen ahogados en el Mediterráneo sin ni siquiera ser mencionados. En palabras de Joaquín Prieto: “Todos fuimos Aylan, muy pocos quieren ser Samuel”.

En Sierra Leona tuvo lugar una grave epidemia del virus del ébola en 2014. Casi 4.000 personas murieron afectadas por esta terrible enfermedad hemorrágica. La prensa europea dedicó algunos espacios de segunda línea en sus diarios e informativos. Sin embargo, cuando se vieron afectados por el virus personas de países occidentales (una enfermera británica, un médico estadounidense, una trabajadora noruega de Médicos Sin Fronteras, dos misioneros españoles y posteriormente una enfermera española), la preocupación fue máxima.

Se probaron antídotos, sueros experimentales, se trató de avanzar en la investigación a marchas forzadas, las noticias ocuparon portadas internacionales. Con el suero experimental Zmapp se salvaron varios afectados. Únicamente se forzó la investigación cuando hubo afectados occidentales. Previamente, habían muerto miles de africanos, en este y otros brotes de la enfermedad, sin que recibiera la misma atención ni la misma inversión de recursos.

“Vienen a hacer aquellos trabajos que nadie quiere hacer”

Cuando llegan inmigrantes latinoamericanos, magrebíes o subsaharianos a España, algunos critican abiertamente la “invasión” extranjera. Otras voces bienintencionadas argumentan: “Al fin y al cabo vienen a realizar aquellos trabajos que nosotros no queremos hacer”.

Con naturalidad afirman que no nos están quitando el trabajo, ya que se dedican a tareas diferentes. Nadie parece plantearse que esa argumentación es también racista. Aceptamos sin pensar que los inmigrantes vienen a realizar las tareas que nosotros, europeos blancos, no deseamos hacer. Esas tareas no nos parecen dignas para nosotros, pero sí para ellos. Este pensamiento se encuentra extendido en toda nuestra sociedad.

Nadie se extraña de ver a una mujer latinoamericana fregando el suelo de un hospital público, pero quizá extrañaría verla de jefa de sección de Neurología. Esto también es supremacismo racial. Y esta idea se encuentra arraigada en lo más profundo del alma europea.

Esa noción del inmigrante como figura utilitaria destinada solo a realizar las peores tareas, dificulta su integración social real. No es posible hablar de igualdad de oportunidades si la etnia de origen nos aboca a unos u otros trabajos. Tampoco podrán pagar impuestos y cotizar en igualdad de condiciones si les condenamos a los empleos peor remunerados y con condiciones más penosas.

La integración social real de las personas migrantes pasa por el respeto, la dignidad y la igualdad de oportunidades real. Esto sólo será posible si cuestionamos el racismo subyacente, el racismo socialmente aceptado. La creencia de que “vienen a hacer los trabajos que nosotros no queremos hacer” no fomenta la integración ni la igualdad real. Si no superamos el racismo eurocéntrico, estamos impidiendo la integración real de toda una generación de posibles trabajadores, contribuyentes y cotizantes, aparte de generar pobreza y desigualdad.

Mirando hacia otro lado ante los ahogados del Mediterráneo

Foto: @ValerioNicolosi

Foto: @ValerioNicolosi

Numerosos migrantes se ahogan a diario en el Mediterráneo. Según los datos del proyecto Missing Migrants de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), en 2018 fallecieron 2.297 personas ahogadas tratando de alcanzar suelo europeo.

La política migratoria europea comenzó con la limitación de los permisos para desembarcar en sus puertos. Unos países le pasaban la pelota a otros, Italia a Malta, ambos a Libia, nadie quería autorizar el desembarco seguro en sus costas.

Ahora la política de rescates en el Mediterráneo ha cambiado. Directamente no se autoriza la salida de barcos de salvamento de ONGs al Mediterráneo. Al no haber barcos de salvamento patrullando las aguas, Europa no ve las pateras, ni los naufragios, ni los cadáveres. Ojos que no ven, corazón que no siente. Los europeos sabemos que mueren africanos a diario en el Mediterráneo. Todos lo sabemos. Pero la sociedad mira hacia otro lado.

¿Sabían los alemanes de los años 40 que los judíos estaban siendo deportados, trasladados a campos de concentración y exterminados? Existe cierto debate historiográfico sobre el tema del conocimiento acerca del exterminio. Pero pocos historiadores dudan que las deportaciones masivas de judíos y la existencia de campos de concentración sí eran ampliamente conocidas por la mayoría de la población alemana (Gellately, 2001, Johnson y Reuband, 2005, Longerich, 2006, Stargadth, 2015).

La población conocía las leyes raciales, la prohibición de entrar en lugares públicos, la progresiva privación de derechos civiles de la comunidad judía y las misteriosas “desapariciones” de vecinos judíos.

Numerosos alemanes trabajaron en la logística, transporte de presos en trenes, gestión de los campos, vigilancia de prisioneros, transporte de alimentación, construcción de pabellones e instalación de sistemas de seguridad y vigilancia, suministros, y se empleó mano de obra esclava en fábricas como la Thyssen, Krupp, Volkswagen, Bosch o Siemens.

Muchas viviendas vacías de las familias judías fueron ocupadas por familias alemanas. Aunque muchos alemanes tras la guerra negaron conocer el exterminio, pocos podrán negar que fueron conscientes de la desaparición de algunos vecinos de su barrio y de la existencia de campos de concentración y de trabajos forzados. El historiador Longerich (2005) Gellately (2001) afirman que el conocimiento del exterminio masivo de judíos era bien conocido por la población alemana. También entonces se miró hacia otro lado.

La Europa de hoy conoce las miles de muertes en el Mediterráneo, embarazadas y niños incluidos. No es posible alegar desconocimiento. Los medios de comunicación informan sobre ello y numerosas ONGs han denunciado la tragedia que está teniendo lugar en nuestras aguas. Y la respuesta de Europa es dejar los barcos de salvamento anclados en los puertos para evitar que encuentren pateras a la deriva. Europa prefiere evitar su dilema identitario a costa de permitir la pérdida de numerosas vidas humanas.

Los musulmanes son los nuevos judíos

Durante los años del nazismo, se recurrió a la deshumanización de los judíos, gitanos, negros, homosexuales o comunistas (considerados Untermenschen o subhumanos). De esa manera, se desensibilizaba a la sociedad. Se eliminaba toda empatía y compasión, se convencía a los alemanes de que ellos, los teutones, eran humanos superiores, arios. Y que “los otros” no eran seres totalmente humanos.

Eso permitía acallar conciencias en la población alemana. Se llegó a alegar la no humanidad de estas personas como argumento para no aplicar la Convención de Ginebra durante la invasión de Polonia. Se acusó a los judíos de una conspiración para instaurar un nuevo orden mundial, y se convenció a los alemanes de que los judíos eran peligrosos para Europa.

Hoy los musulmanes son los nuevos judíos. Se les acusa de ser peligrosos, de ser terroristas, de ser un riesgo para Occidente. En la mente de muchos europeos se plantea el sentimiento de amenaza, el “ellos o nosotros”. El miedo atávico al otro, al diferente, al extranjero.

Aquel que olvida su historia está condenado a repetirla. El miedo y el odio pueden conducir a la justificación de la violencia y la barbarie. La ultraderecha asciende en Europa, y con ella el cuestionamiento de los derechos fundamentales y de la dignidad humana.

Europa no ha cambiado tanto. Pocos se declaran abiertamente racistas o antisemitas desde la caída del nazismo y la difusión masiva de los crímenes del Holocausto. Pero numerosos estudios (Moreno-Feliú, 1994; Casaús Arzú, 2017; Kinvall, 2017; Marín, 2017; García, 2017) muestran que aunque se niegue o se disfrace, Europa lleva el racismo en lo más profundo y oscuro de su alma. El surgimiento y auge de formaciones políticas de ultraderecha no es la causa del problema sino su consecuencia.

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