Un rico industrial japonés pidió a un monje erudito que, para inaugurar su mansión, le escribiese en caracteres chinos alguna frase apropiada para fijar en piedra o bronce en algún lugar del extenso jardín. El monje dejó pasar una semana y trajo un trozo rectangular de papel de arroz en el que figuraba esta frase:´´ El abuelo murió, el padre murió, el hijo murió´´. Ofendido por lo que pensaba era poco menos que un insulto fúnebre, el rico criticó al monje por tan siniestra oración. Entonces, haciendo una reverencia, el religioso le contestó con una pregunta:´´¿Hubieses preferido que escribiese: el nieto murió, el padre murió, el abuelo murió?´´ A lo que, tan atónito como agradecido, el industrial respondió con un silencioso gesto de renovado respeto y ambos se despidieron para no volver a verse. Suele ocurrir que sólo las lecciones mal aprendidas deben repetirse una y otra vez, hasta tanto el sujeto cae en la cuenta de lo que debe entender y, por si mismo, corrige el rumbo. A tal efecto, las parábolas que encierran las grandes religiones-budismo, islamismo, cristianismo-, proceden en sentido inverso al razonamiento cotidiano: van de lo sobrenatural a lo natural para enseñarnos a vivir, o, en todo caso, a sufrir menos.
Aquellos que lo ignoran todo sobre el budismo deberían saber que para éste el orden natural es sagrado, cada vida es insustituible y preciosa, pero también que la aceptación de los límites físicos debe ser lo más espontánea posible para que la vida cósmica, inmortal, siga su curso. El monje estaba mostrándole al rico que no hay dicha mayor que el hecho de que cada generación cumpla con su ciclo vital y deje el espacio vacante-ola tras ola-a la siguiente. Cuando eso no ocurre, como en el caso de X, un amigo de la adolescencia que está a punto de perder a su única hija por causa-como suele decirse-de una larga y penosa enfermedad, todos los allegados se sienten apesadumbrados ante el tamaño de esa injusticia y la desproporción que supone. Frente a ella todo parece absurdo, la realidad nos muestra su máscara despiadada por encima de su rostro indiferente y una sorda sensación de futilidad crece en torno al lecho del moribundo como una zarza de futuros impedimentos. Para consolarse por la muerte de los jóvenes los griegos la tiñeron de heroísmo, aduciendo que los dioses amaban, especialmente, a quienes retiraban temprano de la escena. En la Biblia, donde tan cerca está la muerte de la vida, y tan valiosa es una como la otra, al igual que en la India tradicional se consideraba a la enfermedad como un hecho kármico, producto si no de vidas anteriores por lo menos de acciones erróneas en ésta. Desde luego que para los padres esa explicación no justifica ni aplaca el dolor que experimentan por la pérdida de un hijo. Aunque, por compensación, ciertamente es un alivio metafísico saber que en tan breve lapso de tiempo ese ser que desaparece vino para revelar un intensa y rara belleza, inseparable de su existencia efímera.
¿No se dice, acaso, que los ángeles emiten su canción y desaparecen, y que, cuanto más cerca están de la fuente del todo, de la Conciencia Suprema o del Creador, más luz derraman y menos preocupados están por su propia duración? Sin embargo, los padres o los abuelos sólo en última instancia queremos consuelo; seguramente hubiésemos preferido morir nosotros en lugar de los jóvenes, perecer nosotros antes que aquellos de quienes se esperaban grandes y pequeñas cosas, descubrimientos, alegrías, descendencia, madurez. Boecio, el filósofo latino, estableció una inequívoca relación entre la filosofía y el consuelo, el dolor y sus bálsamos. Quiera el cielo que mis amigos hallen, por encima de tan luctuosa pérdida, nuevas razones para vivir.