La vida nos ha dejado afuera

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En el mundo tan modernizado que vivimos nos invaden tantas cosas nuevas que jamás creímos que podríamos ver. Esto pasa especialmente con las personas mayores de 40 años, ya que en sus tiempos de niñez no existía, siquiera, el teléfono celular. Con el pasar de los años hemos tenido teléfono en las casas, cosa que muchos tampoco tenían aunque existiera, dado los costos que estos tenían. El mismo aparato telefónico era una pieza casi de colección y elegante. Tenía que ser así ya que realizar una llamada tenía un costo muy elevado y no sólo en dinero, sino también en tiempo. La familia debía unirse para realizar juntos una llamada o para recibirla. Hubo una época que para realizar una llamada se debía llamar a una operadora y pasarle el mensaje deseado. Eran tan caras las llamadas que existía la opción de recibir o no la llamada, dado que en algunas ocasiones, el receptor debía pagar por tal servicio. Afortunadamente, el tiempo pasó, la tecnología evolucionó (mientras los dependientes a ella involucionaron). Los teléfonos de aquel entonces tenían un lugar especial en la casa, un mueble digno para determinada función. El lugar debía ser a la vista, más por adorno que por comodidad. Eso implicaba la inexistencia de la privacidad en las llamadas, pues los aparatos eran ubicados estratégicamente a la vista. Era tan caro tener un teléfono que bien valía la pena todo ese mobiliario.
Pero vayamos corriendo hasta el ahora y veamos qué pasa. En la actualidad, cada persona tiene al menos un teléfono con cámara para fotos de alta calidad, tanto en su cámara tradicional como frontal. Un teléfono celular actual tiene mejor calidad en sus fotos que las mejores cámaras de los años 80’s, y todavía se pueden editar. El teléfono celular ya es de todo menos un teléfono. El teléfono celular es casi una extensión de nosotros mismos, a grado tal que un estudio determinó que hay personas que son capaces de comer menos a fin de ahorrar para comprarse un celular. El miedo a perder el celular es comparable a cualquier tragedia.
Vivimos tan distraídos con la modernidad que a veces somos como peces en el agua, que ya ni siquiera nos damos cuenta que estamos en el agua, sino que nos hemos convencido que esto es la normalidad. A tanto llega esto que ni siquiera los que hemos nacido antes de la era del control remoto podemos comprender cómo era posible la vida sin todo lo que actualmente nos rodea.

Entonces ya no buscamos vivir, sino entrar en la vida.

La vida nos ha dejado afuera.


Todo el tiempo estamos como si fuera asomados por una muy alta pared a ver qué pasa del otro lado, buscando y buscando. La vista quiere atrapar y quedarse con todo, incluso aquello que no nos sirve ni nos servirá jamás. Y ahí vamos, atrapando algunas cosas que, estén o no a nuestro alcance, creemos que vivir es tener esas cosas.

La vida nos ha dejado afuera.

Son tantas las cosas que nos distraen que si nos llegáramos a enfocar en alguna de ellas para centrar nuestra atención, al poco rato nos daremos cuenta que eso ya no nos mueve en lo más mínimo. Entonces buscamos todo tipo de cosas, porque no somos conscientes que con todo pasará lo mismo, y con nada pasará nada. Y continuamos buceando por el océano de los objetos perdidos a fin de encontrar lo que jamás se ha extraviado, lo que está a nuestro alcance, lo que está en nuestras manos, lo que hemos sido antes.

“Si arrastré por este mundo
la vergüenza de haber sido
y el dolor de ya no ser”.

(Carlos Gardel)

Nos olvidamos que fuimos lo que ahora ya no somos, y pretendemos ser lo que algún día, con toda seguridad, ya no seremos. Queremos ser seres fugaces en lugar de vivir el eterno instante del ya.
Y pasa lo que tiene que pasar: el aburrimiento inminente del todo, y con ello la depresión. Entonces buscamos algo para matar ese aburrimiento y es así como volvemos a caer en el mismo círculo vicioso sin llegar a nada.

¿Acaso existe alguna solución para este flagelo? ¡Por supuesto que sí!

Tal como hemos concluído, el motivo de la eterna búsqueda para llegar al mismo destino que nos lleva a buscar el mismo destino, no fue más que la misma búsqueda. Entonces la solución es muy clara: dejar de buscar.

Si creemos que por eso nos vamos a aburrir, no vamos a vivir, y la vida nos volverá a dejar afuera, hagamos conciencia que el motivo por el cual nos aburrimos, no estamos viviendo y estamos afuera es justamente por haber buscado donde no debemos.

Esa mentalidad influyó en las ideologías y acciones modernas. Se quiere acabar con tal cosa haciendo otra que nada tiene que ver con lo que se pretende acabar (por no meterme en políticas, no daré ejemplos).

Una vez leí en un libro llamado Rob Dagán que decía lo siguiente:

“La vida no es ese segmento de tiempo que transcurre entre el nacimiento y la muerte. La vida es una acción, vivir es un verbo. Yo vivo, tú vives, el vivió, ellos vivieron, etc. Los verbos son acciones voluntarias y no simples palabras poéticas de las metáforas. Vivir es una acción y las acciones hay que llevarlas voluntariamente a cabo”.

Me gustó mucho, ya que es real.
La vida hay que hacerla y no solamente dejarla ser. La vida se hace y no ella hace algo. La vida por sí misma no puede hacer nada porque es un verbo. Los verbos no hacen acciones, sino las personas hacen acciones que son verbos.

Para dejar de aburrirnos, para dejar de asomarnos por esa vieja pared, lo que debemos hacer es disfrutar la pared.

Dos personas se encuentran en un hermoso jardín. La puesta del sol después de un clima entre templado y lluvioso hace que el sol se vea naranja oro reluciente. El pasto mojado parece estrellas brillosas con sus gotas colgadas en la que en cada una de ellas se ve la magistral puesta del sol. Esas dos personas están cada uno con su celular tomando fotos, sin darse cuenta que a su lado hay otra persona, sin darse cuenta que la puesta del sol es real y la tienen de frente y no en 7 pulgadas.

Vivir es apagar el celular, literalmente y metafóricamente también.

Acerca de Rob Dagán

Mi nombre es Gabriel Zaed y escribo bajo el seudónimo de Rob Dagán. Mi pasión por la escritura es una consecuencia del ensordecedor barullo existente en mis pensamientos. Ellos se amainan un poco cuando son expresados en tinta, en un escrito. Más importante es expresarse que ser escuchado o leído, ya que la libertad no radica en hablar, sino en ser libre para pensar, analizar.

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