La vida zombi de los museos venezolanos

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La última vez que fui a un museo venezolano, en 2017, visité el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, cuyo logotipo concibió el diseñador Nedo y cuyas tiendas contaron con bolsas y papel especialmente hechos para envolver sus productos con la imagen estampada de la Reticulárea de Gego. Desde el 12 de diciembre pasado empezó a circular en redes sociales que el Museo de Arte Contemporáneo cerró operaciones. Tras la repercusión viral que tuvo esta terrible noticia, el Ministerio de Cultura anunció que aún permanece abierta una sala y que el gobierno ha firmado un convenio de cooperación con una bienal internacional.

Apelo a una digresión: Gertrud Goldschmidt, mejor conocida como Gego, artista judío-alemana que emigró a Venezuela, tuvo en 1977 su primera retrospectiva en el Museo de Arte Contemporáneo, recién creado. Dicho museo fue dirigido por casi tres decenios con mano de hierro por Sofía Imber. Años más tarde, Robert Rauschenberg presentó allí el proyecto roci (Rauschenberg Overseas Culture Interchange) y, según consta en el archivo del artista, era una de las pocas instituciones aptas en América Latina para mostrar su obra por la conjunción de una excelente infraestructura técnica y un manejo profesional del trabajo. También fue allí donde Alexander Apóstol, hoy residente en España, hizo su primera exposición individual sobre la sexualidad queer y los estragos de la epidemia del sida. Fue el Contemporáneo la institución que en 1996 organizó la retrospectiva de Marisol Escobar, artista cuya trayectoria ocurrió prácticamente fuera de Venezuela, como fueron los casos de Roberto Matta en Chile y Wifredo Lam en Cuba. Desde finales de la década de los setenta el museo venezolano adquirió obras tanto de Gego como de Marisol y desde entonces estuvieron expuestas permanentemente en su colección, como aquellas que hoy se muestran en museos globales (MoMA, Tate, Metropolitan) y otras que aguardan próximas exhibiciones individuales en la Albright-Knox Art Gallery y el Museo Guggenheim.

El propósito de mi visita al Museo de Arte Contemporáneo de Caracas hace más de cinco años, además de reconocerme en la memoria de las obras que me formaron como curadora, era actualizar el texto de una conferencia que dicté en el 2012 para el Comité Internacional para Museos y Colecciones de Arte Moderno (CIMAM) sobre el estado de los museos venezolanos, pues ya se hablaba del enorme deterioro de su acervo. Apenas inicié el recorrido por la galería donde estaba instalada la Suite Vollard de Pablo Picasso, advertí que el espacio se encontraba a media luz porque casi todas las lámparas estaban quemadas. Los guías de sala me explicaron que no había manera de reponerlas porque eran “importadas” y no había dinero con qué comprarlas. El aire acondicionado tampoco funcionaba en otra sala donde una gotera golpeaba el piso en un rincón próximo a una obra de la artista cubana Ana Mendieta. Desde el auditorio se oían los coros de una muchedumbre que cantaba un karaoke. Curiosamente, el auditorio era el único lugar donde se podía ver una alta concentración de visitantes. El resto del museo parecía una ruina descolorida de otra época, raída, grandilocuente, con algún elemento residual que quedó de los protocolos museológicos, incluidos textos de sala escritos con una ligera impronta de corte social. Con el paso de los años, esas deficiencias se fueron haciendo más evidentes. Hace poco escuché a un académico venezolano radicado en Nueva York hablar sobre las continuas inundaciones ocurridas en el estacionamiento del edificio del complejo de Parque Central donde se ubica el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Se dice que una anaconda de la Amazonia anidó allí.


Hace más de una década, por decisión de Farruco Sesto, quien fue ministro del Poder Popular para la Cultura durante el chavismo, las colecciones de los museos nacionales se reunieron en un solo acervo sin importar el perfil de cada institución ni la especificidad de su misión. Asimismo, las autoridades decidieron prescindir del rol de curadores y especialistas. Dos medidas que se debatieron ampliamente en la prensa local. A partir de 2010, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, en teoría, podría exhibir las colecciones del Museo de Historia Natural, ubicado geográficamente en un enclave cercano. Esta decisión administrativa se habría considerado un gesto progresista y hasta radical, si se hubiera seguido la lógica decolonial de una bienal de arte. Es decir, en el caso hipotético de que los museos venezolanos hubieran adoptado la fusión de las colecciones públicas para emplazar una mirada crítica hacia el canon occidental y repensarlo en función de modalidades de presentación de un mundo más inclusivo y complejo, cuyas modernidades se han provincializado y hoy exaltan lo local e incluyen la producción simbólica de minorías ignoradas por el patriarcado blanco euronorteamericano. Pero el guion museológico que logré ver entonces, tanto en el Contemporáneo como en la nueva sede de la Galería de Arte Nacional, no tomaba esa dirección sino una conservadora, lineal y cronológica, pero con lecturas de sesgo ideológico sobre el acervo mostrado.

A este confuso panorama se suma otro episodio, más reciente, ocurrido gracias a mi participación como autora de un ensayo y ponente en la exposición Contesting modernity. Informalism in Venezuela, 1955-1975, organizada entre 2018 y 2019 en el Museo de Bellas Artes de Houston. Para la muestra un número importante de obras de las colecciones de los museos nacionales fueron solicitadas. Las curadoras Mari Carmen Ramírez y Tahía Rivero, exdirectora del Museo Alejandro Otero, a última hora se vieron forzadas a rediseñar los muros para la inauguración con el fin de cubrir los vacíos que dejaron las pinturas y esculturas de los museos nacionales que nunca llegaron a la ciudad texana. Dicha revisión histórica de los años sesenta y setenta, formulada desde una óptica crítica a la cultura visual de la petromodernidad, tal vez ha sido la única muestra extensiva de arte venezolano que se ha realizado en los últimos diez años en una institución fuera del país (y me atrevo a pensar que también dentro). Me pregunto qué ocurrirá hoy con la Galería de Arte Nacional y los museos de Bellas Artes, Alejandro Otero, Cruz-Diez de la Estampa y del Diseño, de Arte Popular, de los Niños, Arturo Michelena, de Historia Natural, del Oeste (Jacobo Borges), entre los muchos que se encuentran en Caracas. También cuesta imaginar qué pasará con los museos del interior en Ciudad Bolívar, Mérida, Maracay, Maracaibo y Pampatar. ¿Habrán adquirido estas instituciones obras de artistas venezolanos producidas posteriormente al año 2000? ¿Cuántos de los artistas venezolanos se han marchado fuera del país? ¿Cuántos curadores y académicos venezolanos viven fuera del país y ocupan cargos en museos de Estados Unidos o de cualquier lugar donde les acojan? ¿Qué exposiciones de artistas contemporáneos venezolanos se han realizado en el país y cuántas publicaciones se han producido?

La respuesta que imagino evoca una frase crepuscular de Kafka: “Estás hablando siempre de la muerte y no muriéndote.” Pero el canto de cisne de los museos venezolanos tiene un presente, una contraparte si se quiere, discreta y modesta, acorde con la ausencia de espacios públicos dedicados a las artes visuales: la sala TAC, la Sala Mendoza, Los Galpones de Los Chorros, los Secaderos de La Trinidad y tal vez otros que se me escapan. Notablemente, las galerías resisten los embates de las criptomonedas y las devaluaciones, el desempleo, la dolarización de la economía, la violencia del Estado, el aislamiento y la criminalidad galopante, productos brutos y brutales de la pobreza cuando se asocia a la corrupción y a la pandemia que devasta los lugares más precarios del mundo. El resto de los museos nacionales venezolanos, administrados por un régimen que se supone sirve a lo popular, tampoco logra convocar los recorridos escolares de educación básica, media y superior que solían alcanzar cifras respetables cuando trabajé en uno de ellos. La enorme deserción escolar, la covid-19 y la falta de interés del régimen militar bolivariano en promover una pedagogía del arte y la cultura han desalojado a niños y jóvenes de los museos. Lo mismo ocurre con las universidades públicas, convertidas en entidades zombis despojadas de presupuesto y de vida propiamente dicha.

En contraste, los pequeños “centros culturales” privados, aunque con agendas públicas, son el reducto de un país prestigiado por un sector que ha contado con el Proyecto de Integración de las Artes de la Universidad Central de Venezuela y el aporte simbólico de artistas de la importancia de Armando Reverón, Jesús Soto, Gego, Alejandro Otero, Elsa Gramcko, Barbara Brändli, Carlos Cruz-Diez, Los Disidentes, El Techo de la Ballena, Jacobo Borges y algún(a) contemporáneo(a) talentoso(a) que logró conseguir un espacio profesional fuera del país.

Antes de apagar la máquina elegiaca de la nación fragmentada en la tragedia de la migración y el exilio, con seis millones de ciudadanos que han salido del país tras veintitrés años de pobreza y represión, debo mencionar que, además de los espacios de resistencia que aún sobreviven en la Caracas donde la gasolina está racionada y la hambruna alcanza cifras inhumanas, existe, sobre todo, un conjunto importante de obras de arte patrimoniales que requiere de un manejo adecuado a su valor. Dichas obras pertenecen a la nación venezolana como cualquier activo de Petróleos de Venezuela. Me pregunto dónde y en qué condición estarán, dado que han dejado de circular, y quiénes estarán a cargo de su integridad y custodia. ~

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