Estos 2 años de vivencias en Israel han sido como un experimento de laboratorio. Ecuaciones, explosiones, muchas cosas nuevas que han enriquecido y en algunos momentos entristecido nuestra vida. Nunca me imaginé vivir una guerra desde tan cerca. Las películas de guerra, aunque las hay muy buenas, no han sido mi fuerte, pues pienso que la vida es dura de por sí, así que para qué ponerle más drama. Y me tocó verla en vivo.
He aprendido a decir en hebreo gracias (todá rabá) y por favor (bebakashá) que son las dos palabras mágicas que abren puertas en cualquier lugar. Estoy aprendiendo un nuevo idioma, tratando de vencer las dificultades para hacerme entender. No aspiro a ser una escritora en hebreo, me basta con mis éxitos en español, lo otro es añadidura.
He logrado entablar conversaciones con el carnicero, el peluquero, con las gananot que me entregan en el colegio, a las niñas que cuido, con la secretaria (masquirá) de la oficina que me contrata, con la señora de la panadería que me vende la jalá todos los shabats, con los encargados de la caja en el supermercado, puedo decir que ya no me muero de hambre.
He aprendido tantas cosas en la escuela de la vida.
Aprendí que a pesar de ser un país de primer mundo donde el reciclaje es fundamental la basura no se bota por el shut. Hay que bajar con la bolsa como en épocas pre modernas.
Aprendí que hay diferentes sonidos de sirenas. Al comienzo pensaba cómo iba a reconocer si sonaba la alarma para correr al refugio o la de Iom Hazicarón y mi hija, me respondió que las iba a reconocer y a diferenciar. Y tenía razón, aprendí que la alarma para ir al refugio, es diferente que la del despertador del celular. Ahora se convirtió en el despertador de los hutíes porque parte de su maldad está en perturbar el sueño de los israelíes, aunque algunos sean árabes por el hecho de vivir en Israel y aceptar al pueblo judío. También aprendí que esa alarma suena diferente a la de Iom Hazicarón, en recuerdo de los soldados caídos, que es una alarma triste y solemne, donde todo el país se paraliza para rendir homenaje póstumo a esos valientes soldados que luchan por la seguridad de este país. Los carros se detienen en la mitad de las autopistas y la gente se baja hasta que termina ese sonido intermitente que nos recuerda que hay que recordar. Termina el sonido, las lágrimas dejan de rodar por las mejillas y la vida continúa.
El israelí puede estar de luto y triste pero se mueve al compás de la música para bailar.
Aunque haya guerra, se vive intensamente el día a día. Restaurantes y centros comerciales llenos. Las calles siempre se ven con gente yendo o viniendo de algún destino. Todo funciona, a pesar de la guerra. A pesar de la tristeza. Hay respeto y solidaridad por los dolientes, pero la vida sigue en este laboratorio de ideas y experiencias que vivimos todos los días.
Lo único que no he podido aprender es cómo se hace la paz con los palestinos. Debe haber una fórmula mágica que parece que nadie conoce y los que la conocen no la quieren aplicar por intereses oscuros que hay por fuera de ese laboratorio experimental que es la vida.
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