La alarma cundió al difundirse por los medios masivos de comunicación que en Estados Unidos un pastor cristiano, Terry Jones, pretendía realizar una quema del Corán como forma de conmemorar el noveno aniversario de los ataques terroristas del 11 de septiembre contra el World Trade Center y demás lugares afectados. Se temió una escalada de violencia parecida a la ocurrida con el episodio de las caricaturas danesas sobre el profeta Mahoma, por lo que incluso el presidente Obama tuvo que intervenir para disuadir al susodicho pastor de su proyecto. Terry Jones terminó por dar marcha atrás pero el escándalo ya se había desatado, con lo que en los días subsecuentes el tema fue objeto de airados comentarios en contra o en apoyo de Jones. Las amenazas provenientes de ambos bandos en esta polémica alcanzaron niveles preocupantes por la alta posibilidad de que una chispa oportunista desatara la violencia interreligiosa en una diversidad de lugares.
Pero no sólo en Estados Unidos y Europa se vive una situación de alta volatilidad en cuanto a la capacidad de algunos pocos individuos de generar mediante alguna declaración irresponsable y estúpida verdaderas tormentas políticas. Aunque menos reportado en Occidente, también en el medio islámico han proliferado en tiempos recientes una serie de pronunciamientos que han atizado el fuego de la animadversión entre, por ejemplo, sunnitas y chiítas, al grado de que esta cuestión es actualmente uno de los dolores de cabeza más importantes de ciertos gobiernos. Concretamente, Kuwait acaba de anunciar una prohibición de reuniones públicas con objeto de reducir así la posibilidad de un choque entre sunnitas y chiítas. ¿Por qué ese temor? La historia es que hace unos días un predicador musulmán chiíta de origen kuwaití residente en Londres insultó durante una de sus prédicas a Sayyida Aisha, esposa de Mahoma, llamando de paso a una revolución chiíta de corte jomeinista en los países del Golfo Pérsico con objeto de desbancar al Islam sunnita dominante en esa región. A pesar de tratarse de un clérigo que hablaba desde Inglaterra, la reacción en Kuwait fue monumental, llegándose al extremo de que un predicador kuwaití sunnita amenazó con armar una campaña para matar chiítas como respuesta a la afrenta del londinense.
De inmediato las autoridades políticas y religiosas responsables intentaron calmar los ánimos, haciendo hincapié en que de ninguna manera la ciudadanía debía caer en el juego macabro de dos individuos extremistas y provocadores, deseosos de prender fuego a las relaciones entre sunnitas y chiítas. La alarma ante una inminente confrontación intersectaria fue tal, que no sólo en Kuwait, sino también en Arabia Saudita, Bahrein, Irak y Líbano surgieron voces de dignatarios y clérigos llamando a la cordura y a no sucumbir a las provocaciones.
Todo lo cual obliga a reflexionar acerca del peligro inherente a los exabruptos de cualquier ideología o religión radicalizadas que en el contexto de la globalización tienen la capacidad de inflamar pasiones instantáneamente de manera extensa y con consecuencias potencialmente catastróficas. Las diferencias religiosas, étnicas y sectarias preexisten en casi cualquier lugar del planeta, pero es un hecho que cuando las semillas de la intolerancia hacia los “distintos” están presentes, basta a menudo un discurso incendiario para generar estallidos de violencia graves. Y es bajo esta consideración que los medios masivos de comunicación deben calibrar cómo cumplir con su labor informativa sin por ello convertirse en los vehículos para difundir de manera amarillista las provocaciones de los incendiarios. En otros entornos y con diferentes matices el problema de informar sin por ello llevar agua al molino de los violentos es también uno de los dilemas más centrales para los medios de comunicación actuales. Y eso también se aplica obviamente al caso del México, metido como está nuestro país en una cruenta guerra contra el crimen organizado.
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