Una más de las consecuencias de lo ocurrido el pasado 14 de mayo —la inauguración de la nueva embajada estadunidense en Jerusalén y el simultáneo enfrentamiento violento entre manifestantes de Gaza y el ejército israelí que dejó 64 palestinos muertos y cientos de heridos— fue la indignada reacción del gobierno turco ante tales acontecimientos. El presidente Recep Tayyip Erdoğantuvo expresiones altisonantes contra el gobierno del premier israelí Netanyahu, además de que ordenó al embajador israelí en Ankara, Eitán Naé abandonar Turquía, realizando en público un registro personal del diplomático a su salida del país, con la consecuente humillación que significó tal escena difundida ampliamente por los medios a fin de completar el espectáculo de denigración. Y la cadena de represalias siguió: Israel expulsó al cónsul de Turquía en Jerusalén, Gurcan Turkoglu, y Turquía a su vez hizo lo mismo con el cónsul israelí en Estambul. En ese contexto, la retórica agresiva no se dejó esperar. Ante las acusaciones de Erdoğan, Netanyahu reviró que “un hombre que manda a miles de soldados a ocupar el norte de Chipre e invade Siria no nos va a sermonear… un hombre cuyas manos están manchadas de sangre de innumerables ciudadanos kurdos en Turquía y Siria es el último que tiene derecho a aleccionarnos sobre la ética en el combate”. Además, se giraron instrucciones de cancelar las importaciones agrícolas de Turquía a Israel, y se recomendó a los israelíes, asiduos turistas en tierras turcas, abstenerse de viajar hacia allá. Tales medidas ciertamente tienen la capacidad de afectar la economía de Ankara, ya que particularmente en el caso del turismo, la cantidad de visitantes israelíes que hubo el año pasado fue de 380 mil, con una derrama económica importante. Es quizá por ello que había conciencia de que no había que exagerar en la amplitud de la ruptura, cuestión que fue patente cuando una moción presentada en el Parlamento turco de suspender totalmente relaciones económicas y comerciales con Israel fue rechazada por los representantes del Partido de la Justicia y el Desarrollo que es el encabezado por el presidente Erdogan.
Por otra parte, existen un sinnúmero de nexos comerciales entre los dos países reveladores de una considerable interdependencia. Por ejemplo, tan sólo el mes pasado el transporte de petróleo proveniente de naciones ex soviéticas llegado desde la terminal turca de Ceyhan al puerto israelí de Ashkelon, fue de 1.5 millones de barriles, mientras que es notable también la cantidad de vuelos de Turkish Airlines que salen y llegan diariamente de y hacia Tel Aviv. Y aunque no se publicita, es sabido que existe entre ambos una colaboración en cuestiones de inteligencia sobre algunos asuntos específicos en los que hay preocupaciones compartidas.
Todo lo cual indica que por más que las acusaciones mutuas de ambos mandatarios estén plagadas de epítetos fuertes y de amenazas, y por más que se ejecuten actos como la expulsión de diplomáticos, mucho de ello es bastante teatral y simbólico. A Erdogan le sirve para consumo interno de cara a las próximas elecciones de junio 24, ya que refuerza su imagen de político agresivo y defensor solidario de sus hermanos musulmanes. Y en el caso de Netanyahu algo hay también de eso al responder en la manera y con la contundencia que su público doméstico espera de él, es decir, sin amedrentarse sino contratacando. Ya desde el incidente del Mavi Marmara en 2010, cuando las relaciones entre ambas naciones llegaron a su punto más bajo, fue evidente que a pesar de la agresiva retórica que se desató, se mantuvieron vigentes discretamente y sin alharaca varias de las prácticas económicas y de cooperación que convenían a sus intereses mutuos. Así, este es uno de los casos en los que con más claridad se revela una peculiar combinación de pragmatismo, con declaraciones y gestos destinados a aparentar lealtad férrea a convicciones y principios.
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