Turquía acaparó una gran parte de los espacios noticiosos dedicados a asuntos internacionales durante los últimos días. No fue para menos. Sus intentos de hacer campaña política en países europeos de nutrida población turca a fin de que ésta participe con un sí en el referéndum que se llevará a cabo en un mes para modificar la Constitución y darle a él poderes que lo conviertan en una especie de renacido sultán, chocaron con los gobiernos de Alemania y Holanda. En ambos casos se les negó a los altos funcionarios enviados por Turquía tal posibilidad, prohibiendo incluso en el caso de Holanda la permanencia en el país de la ministra para Asuntos Sociales y de la Familia, quien pretendía dirigirse a población turco-holandesa en un mitin a celebrarse en la ciudad de Róterdam.
Una situación muy similar se vivió días antes en Alemania provocando la ira del presidente Erdogan. Su reacción fue la de acusar a las autoridades de ambos países de “prácticas nazis y fascistas”, con el consecuente estallido de una crisis diplomática no vista antes entre estos países miembros de la OTAN. En este contexto fue interesante que el alcalde de Róterdam, Ahmed Aboutaleb, musulmán originario de Marruecos y miembro del Partido Laborista holandés, fue especialmente crítico con el consulado de Turquía. Éste se empeñó en llamar a la población turcoholandesa a congregarse a las afueras del consulado para manifestar su apoyo a Erdogan, no obstante la prohibición oficial de las autoridades holandesas. Y, efectivamente, el episodio terminó con la policía dispersando con cañones de agua a la multitud que se había tornado violenta.
La negativa de Alemania y Holanda a permitir los mítines proyectados por Erdogan obedeció sobre todo al temor de provocar choques entre segmentos de sus respectivas poblaciones que desde hace tiempo asumen posturas cada vez más polarizadas y confrontadas. Holanda, por ejemplo, se encontraba a unos días de sus elecciones en las que contendería como candidato con altas probabilidades de éxito, el controvertido Geert Wilders, conocido por sus posturas islamófobas a ultranza. Pero, además, está el hecho de que no obstante los acuerdos celebrados entre el régimen de Erdogan y la Unión Europea para el manejo de las gigantescas oleadas de refugiados sirios y de otras partes de Oriente Medio, las tensiones entre ambas partes persisten, sobre todo a partir del fallido golpe de Estado que en julio pasado sufrió Turquía. El que tras el golpe Erdogan haya procedido a férreos ataques a la libertad de expresión mediante el cierre de numerosos medios, lo mismo que a purgas inclementes por las que decenas de miles de personas fueron arrestadas, maltratadas o despedidas de sus trabajos, fue algo criticado y reprobado por la Unión Europea, al ser calificado de violación grave a los derechos humanos. Por supuesto, todo este proceso apunta a que el ingreso de Turquía a la Unión Europea del que se ha hablado por tantos años, hoy se vislumbre como algo francamente imposible. A pesar de la interdependencia que se da en tantas áreas entre ambos, los desencuentros son cada vez mayores. Y no parece que eso sea algo que le preocupa a Erdogan, cuya prioridad máxima es la de ganar el referéndum y consolidar con ello su gestión en calidad de autócrata. Porque además el estrechamiento reciente de su relación con la Rusia de Putin parece constituir un aliciente adicional para abandonar sus aspiraciones de formar parte del proyecto de la Unión Europea.
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