Cuenta la leyenda que San Antonio en su búsqueda afanosa de una mayor perfección se retiró lejos de la -para él- perturbadora compañía de sus semejantes.
Llegose desde Lisboa a la comarca de Sintra. Allí, y en la entrada de una profunda cueva pasaba las horas del día y muchas de la noche entregado a las oraciones y a mortificaciones llenas de rigor.
Como San Pacomio, San Pablo y otros Padres del desierto, Antonio sufría las embestidas que el Príncipe de este Mundo le ofrecía en imágenes sugestivas de hermosísimas mujeres con provocadores y lascivos bailes.
Un día de verano, con el sol meridiano, el Maligno intensificó el cerco tentador sobre la atribulada alma del hirsuto portugués.
Y éste, acosado por los deseos irresistibles de la carne, se arrojó desnudo sobre una mata de espinos, primero, y después se flageló con irritantes ortigas.
Pero el Malo seguía, implacable, acosando con pecadoras visiones la ya débil y enloquecida mente de Antonio. Y no pudiendo aguantar más, con las fuerzas que aún le quedaban, cogió dos pesadas piedras con las manos y los brazos –que se asemejaban a ramas de sarmiento- y se golpeó los testículos quedándose la piel, pelos y carne adheridas a aquellas en masa tumefacta y sanguinolenta.
Al mismo tiempo vociferó: “¡San Vicente, Santo Amaro, Santa Lucía! ¡Jesús, Madre Santa, ayudadme! No soy digno ni siquiera de ser lamido por los cerdos, animales menos inmundos que yo”. Y desfallecido, cayó en tierra.
Los gritos y aullidos del anacoreta fueron oídos por Gabriel Muriel, vecino de Sintra y dueño de un rebaño de ovejas que apacentaba en las proximidades, y que le bastaba para el sustento de la familia. Muriel era de estirpe judía y practicaba ocultamente la fe de sus antepasados. Vivía discreto y retirado, lejos de las pesquisas de la Inquisición y de las calumnias del populacho.
Acercándose al maltrecho Antonio, con inteligente e imperiosa mirada, le dijo:
“Hombre ignorante, abandona los desvaríos, deja esas invocaciones y penitencias insensatas que son propias de idólatras y de paganos y no de seres razonables”.
Haciendo una breve pausa, Gabriel Muriel prosiguió:”Los impulsos sensuales y los espirituales son las dos caras de una misma Obra. Y Dios es el Compositor de esa pieza. En la carne del ser humano existe una pulsión biológica y afectiva que lo hace salir de sí mismo, de su enclaustramiento, para descubrir al Otro, que es Dios. Al igual que un hombre puede estar obsesionado por el rostro de una mujer, y el de una mujer por el de un hombre, Dios es el gran Enamorador que encandila el alma de los mortales. Sin estas dos pulsiones que se atraen entre sí, la vida centrada en sí misma, sería vacía, insulsa, sin contenido”.
El hebreo de Sintra se acercó al ermitaño, y poniéndole cariñosamente la mano en el hombro, terminó con estas palabras: “Antonio, te repito, deja de infringir un innecesario castigo a tu cuerpo que con tanto desprecio tratas. Come, bebe y goza de los placeres legítimos. Estudia y vuelve a la antigua creencia de nuestros padres. No obedezcas en adelante a los predicadores de la muerte, a los sepultureros de la vida, y retorna al Dios que no tiene par”.
¡Escucha, Israel, el Eterno, nuestro Dios, es Uno!
La soledad y el silencio de la Sierra de Sintra acogieron, agradecidos, en su seno la oración que los dos hombres ofrecieron al Solitario del Sinaí, el Creador de todas las cosas.
Antonio José Escudero Ríos
Gran Maestre de la Orden Nueva de Toledo.
Quintana de la Serena. Primavera de 2010.
Año 5770 de la Creación del Mundo.
Anno Templi DCCCXCII
Excelente articulo que enriquece el alma de don Antonio Escudero Ríos