Cuenta la leyenda que San Saturio, de noble familia visigoda, en su búsqueda afanosa de una mayor perfección, se retiró lejos de la –para él– perturbadora compañía de sus semejantes. Llegóse desde Soria hasta la sierra de Peñalba y escogió como refugio una gruta en un peñasco sobre la ribera del río Duero, que convirtió en una capilla. Y allí pasaba las horas del día y de la noche entregado a oraciones y penitencias rigurosas. Como San Pacomio, San Pablo y otros Padres del desierto, Saturio sufría las embestidas que el Príncipe de este mundo le ofrecía en imágenes sugestivas de hermosísimas mujeres con provocadoras y lascivas danzas.
Un día de verano, con el sol del mediodía, el Maligno intensificó el cerco tentador sobre la atribulada alma del hirsuto soriano. Y éste, acosado por los deseos irresistibles de la carne, se arrojó desnudo sobre una mata de espinos, primero, y se flageló después con irritantes ortigas. Pero el Malo seguía, implacable, acosando con pecadoras visiones la ya débil y enloquecida mente de Saturio. Y no pudiendo aguantar más, con las fuerzas que aún le quedaban, cogió dos pesadas piedras con las manos y los brazos –que se asemejaban a ramas de sarmiento– y se golpeó los testículos, quedándose la piel, pelos y carne adheridas a aquéllas en masa tumefacta y sanguinolenta. Al mismo tiempo vociferó: “¡Virgen María, San José, San Basilio, Santa Ana! ¡Arcángel San Gabriel! ¡Restógenes…! ¡Ayudadme! No soy digno ni de ser lamido por los cerdos, animales menos inmundos que yo.” Y, desfallecido, cayó en tierra.
Los gritos y aullidos del eremita fueron oídos por Gabriel Muriel, dueño de un rebaño de ovejas que apacentaba en las proximidades, y que le bastaba para el sustento de la familia. Muriel era de estirpe judía y practicaba calladamente la fe de sus antepasados. Vivía discreto y retirado.
Acercándose al maltrecho Saturio, con inteligente e imperiosa mirada le dijo: “¡Hombre ignorante, abandona los desvaríos, deja esas invocaciones y penitencias insensatas, que son propia de idólatras y de paganos, y no de seres razonables!”
Haciendo una breve pausa, Muriel prosiguió: “Los impulsos sensuales y los espirituales son las dos caras de una misma Obra. Y Dios es el Compositor de esa pieza. En la carne del ser humano existe un impulso biológico y afectivo que lo hace salir de sí mismo, de su enclaustramiento, para descubrir al Otro, que es Dios. Al igual que un hombre puede estar obsesionado por el rostro de una mujer y una mujer por el de un hombre, Dios es el gran Enamorador que encandila el alma de los mortales. Sin estos dos impulsos, que se atraen entre sí, la vida centrada en sí mismo sería vacía, insulsa, sin contenido.
El hebreo se acercó al ermitaño y, poniéndole cariñosamente la mano en el hombro, terminó con estas palabras: “Saturio, te repito: Deja de infligir un innecesario castigo a tu cuerpo, que con tanto desprecio tratas. Come, bebe y goza de los placeres legítimos. Estudia y vuelve a la antigua creencia de nuestros padres. No obedezcas en adelante a los predicadores de la muerte, a los sepultureros de la vida, y retorna al Dios que no tiene par.”
“¡Escucha, Israel: el Eterno, nuestro Dios, es Uno!” La soledad y el silencio de la sierra de Peñalba y del Duero acogieron, en su seno, la oración que los dos hombres ofrecieron al Solitario del Sinaí, el Creador de todas las cosas.
Antonio José Escudero Ríos, Gran Maestre de la Orden Nueva de Toledo, Ermita de San Saturio, Soria, anno templi DCCCXCIII, año 2011/ 5771 de la Creación del Mundo.
Muy buena historia…, la verdad