León Rozitchner, el filósofo que vio en la oscuridad

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La guerra… siempre la guerra. Tal vez la producción de León Rozitchner ha sido sólo eso: una respuesta al desafío de la guerra. Pero como la guerra supone la tentación de tomar partido: para el lado bueno o con el bando de los malos, sólo quien ve en la oscuridad sabe dónde está su lugar. Los textos de L.R. alumbraron en los momentos más tenebrosos de la historia. Nos permitieron ver donde sólo mirábamos, oír donde sólo escuchábamos, sentir donde sólo razonábamos.

En guerra contra la guerra desde el marxismo siempre criticado que nunca abandonó, L.R. confrontó con la derecha estadounidense, con la burguesía judía, con los marxistas althuserianos, con la izquierda peronista, con los socialdemócratas, con los comunistas de Partido. De cada uno de estos encuentros surgió un texto definitivo para la comprensión de la guerra.


El siglo XX latinoamericano fue regido por la Revolución Cubana (1959) y sobre todo por Playa Girón (1961), la derrota militar del aparato militar y político estadounidense en suelo cubano. Recubriendo una guerra fratricida… una guerra imperial. A medida que iban cayendo prisioneros, los mercenarios de las brigadas invasoras, preparados y equipados militarmente por la CIA, fueron llevados ante las cámaras de televisión para dialogar con un grupo de periodistas y de funcionarios del Gobierno Revolucionario. El testimonio de esa confrontación, cuatro voluminosos tomos, sirvió para que L.R. pudiera visualizar cómo las concepciones morales de la burguesía eran desafiadas por la ética revolucionaria. Sirvió, también, para que naciera un filósofo latinoamericano a la luz del análisis de situaciones vivenciales y actuales, tomando distancia con la filosofía académica dedicada a ocultar, detrás de sus reflexiones acerca de lo absoluto, la intención política de servir al sistema. Fue así como surgió, junto a la Miseria de la Filosofía, Moral Burguesa y Revolución (1963).

Otra guerra, una guerra lejana que lo involucra, el conflicto árabe israelí de 1967, incitó al filósofo para que pudiera instalar el problema allí donde el dilema parecía triunfar: judío de izquierda. A lo largo de sus reflexiones se hace evidente que la lucha, para un judío, no pasa solamente por la defensa de su ser judío, así, a secas y en abstracto. La judeidad de cada uno está referida a la materialidad del origen, a la determinación histórica, al proyecto conservador o revolucionario que lo define. A partir de entonces, “el otro judaísmo, ese internacional, ese metafísico, el de la tierra prometida, el de la tierra orada, ese ya no existe más”.

Ser judío (1963) da las razones que nos permiten no renunciar a la izquierda ni al judaísmo, pero cierra con un interrogante que sólo sus próximos textos responden. “¿Qué extraña inversión se produjo en las entrañas de ese pueblo humillado, perseguido, asesinado, como para humillar, perseguir y asesinar a quienes reclaman lo mismo que los judíos antes habían reclamado para sí mismos? ¿Qué extraña victoria póstuma del nazismo, que extraña destrucción inseminó la barbarie nazi en el espíritu judío?”

Si en Ser judío L.R. se interrogaba acerca de coherencia de la izquierda con la judeidad, en Perón: entre la sangre y el tiempo la cosa cambia. ¿Es posible pensar que ser peronista, y reconocerse como tal, es compatible con ser coherentemente de izquierda? No, dice el autor. Si algunos peronistas de izquierda se diferenciaban de la clase obrera defendiendo su independencia con respecto al líder; si ese sometimiento de las masas al caudillo basada en la identificación idealizada uno a uno no había sido compartida, pues entonces se hace evidente el problema: eso quiere decir que uno no estaba incluido entre los trabajadores. “Yo era diferente a los trabajadores.” “Ellos sí vivían y aceptaban la humillación y la dependencia presentes en la relación con el conductor: había gozo en el sometimiento pródigo. Justamente es eso mismo lo que tratamos de decir: yo también, en tanto peronista de izquierda, al aceptar como normal que la clase obrera sí lo hiciera, aunque yo no, me hacía entonces igual a él y diferente a ella. Validaba con mi actitud la necesidad de la dominación sobre los ‘humildes’ trabajadores, y mi propia exclusión. Sólo yo, clandestino y marginal, pese a mi declamado amor por los obreros, me identificaba con el dominador. ¿Cómo ver luego en tanto semejantes a los trabajadores sin excluir lo que en mí mismo había de Perón? Ese fue el drama.” ¿Cómo fue posible que la izquierda hubiera tomado a Perón como modelo y jefe de un proyecto revolucionario? Para el autor, la respuesta –gran parte de ella– pasa por los efectos de la infiltración althuseriana del marxismo que excluía la fuente de sentido de la dialéctica individual: un marxismo sin sujeto. Decía que la guerra supone la tentación de tomar partido: para el lado bueno o con el bando de los malos. Sólo quien ve en la oscuridad sabe dónde está su lugar. La Guerra de las Malvinas fue letal para miles de muchachos, un duro golpe para la Nación y un verdadero shock para los intelectuales de izquierda. Así, el Grupo de Discusión Socialista (Aricó, Kaminsky, Nudelman, Pasternak, Tula, Birgin, De Ipola, García Canclini, Nun, Portantiero, Stefani, Sinay y otros) produjo en México un Manifiesto que tomó partido por mantener la “recuperada” soberanía argentina sobre las islas con una lógica de “izquierda” que, cabalgando sobre la política más reaccionaria, disparó la redacción de Las Malvinas: de la guerra “sucia” a la guerra “limpia”. “¿Qué pasó con la izquierda que no pudo dejar de pensar con las mismas categorías de los militares que se propusieron su exterminio, y en parte lo lograron?”

Nuevamente, los límites subjetivos impuestos por el terror y la culpa, decidiendo la inscripción histórica. ¿Y, al interior? Casi guiado por ese interrogante fundamental que Einstein le hizo a Freud –”¿Qué podría hacerse para evitar a los hombres el destino de la guerra?”–, L. R. se introduce en las propias contradicciones de la tradición judeo-cristiana de Occidente. En La Cosa y la Cruz nos dice que en la ficción de un Occidente globalizado se desliza una unidad monolítica que no es tal. La Cosa y la Cruz es una profunda reflexión sobre la escisión intrínseca de Occidente: judía por un lado, cristiana por el otro. Por eso, San Agustín. Porque marca el punto de inflexión donde la religión comienza a preparar en el seno de la subjetividad, las condiciones que garantizan la aceptación del capitalismo: el sometimiento, la convalidación consiguiente y la contribución de cada uno a la perpetuación de un orden injusto y desigual. Sin la religión, nos dice L.R. no hubiera sido posible el capitalismo. Cuando triunfan: triunfan juntos.

Si bien de cada una de las confrontaciones teóricas y políticas ha surgido un texto filosófico definitivo para la comprensión de la guerra, la obra de L.R. no es un todo acabado. Como podría caracterizarla Umberto Eco, es una obra abierta a múltiples lecturas y abierta, también, a ser continuada por quienes recibimos esa marca fundamental. ¡Ojala algún día pueda decirse que fuimos dignos de sus enseñanzas y su amistad!

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