La nueva “Ley de Nacionalidad”, aprobada esta semana en el Parlamento por la coalición gubernamental que dirige Binyamín Netanyahu, se rige por la norma de que fue necesario decidir de una vez por todas si somos un Estado occidental o un Estado judío. La conclusión es clara: Israel debe ser más judío y menos democrático.
El sentido implícito del dictamen señala una preferencia entre un Estado que impone una autodeterminación específicamente judía a otro que adopta, antes que nada, la aplicación de los derechos humanos individuales.
Se trata de una alternativa falsa. Tanto Bibi como muchos miembros del Likud, de los partidos ultraortodoxos y del ala ultranacionalista mesiánica de su coalición no se debaten entre ser judíos o democráticos, sino en la elección entre dos viejas tradiciones gubernamentales: la de la Ilustración, con su énfasis en el favorecimiento de las libertades individuales y la división de poderes, o la del romanticismo político, donde impera el vínculo entre una entidad llamada “nación”, otra llamada “tierra” y otra llamada “etnia”.
Gran parte del ultranacionalismo israelí – cada vez mayor – sostiene una posición según la cual el Estado hebreo no debe primordialmente aprobar el lenguaje de los derechos humanos individuales básicos aceptado en la política internacional, sino insistir en su derecho a ser un Estado puramente étnico.
Debido a ello, dictaminó que los judíos tienen la inalienable prioridad sobre ciertos territorios, en particular todos aquellos que se mencionan en la Biblia, y de que una nación judía no puede ser, al mismo tiempo, una patria para individuos de una etnia diferente.
Netanyahu y el ultranacionalismo israelí nos aseguran que el derecho de los judíos a toda su patria ancestral constituye el fundamento del sionismo y la única justificación que éstos tienen para su propio Estado. Su principal argumento es que existe una relación total entre tierra, pueblo y soberanía. De lo contrario, no tendríamos ninguna otra razón que acredite nuestra estancia aquí.
Esa es otra determinación equivocada. Tal como lo afirmó el propio presidente Reuvén Rivlin – el último mohicano de Jabotinsky -, uno de los mayores logros de la diplomacia sionista fue obtener el reconocimiento otorgado por la ONU en 1947 para la creación en Palestina de un Estado judío y otro árabe. Las Naciones Unidas, y de hecho casi toda la comunidad internacional, entendieron que el pueblo judío tiene la necesidad y el derecho de un Estado al cual llame su patria y en el que pueda cumplir con su necesidad de autodeterminación nacional.
Dicha resolución de la ONU no fue tomada considerando que los judíos vivieron en la Judea bíblica cinco mil años antes. Lo que se tuvo en cuenta entonces fueron las necesidades y los derechos del pueblo judío en esa precisa situación.
Hoy en día, Israel es un Estado aceptado internacionalmente, no sobre la base de su narrativa antigua, sino por el reconocimiento que goza como parte del orden político y jurídico internacional.
La razón por la cual Israel se encuentra actualmente tan aislado, incluso por muchos judíos – no siempre fue así -, no se debe a que la gran mayoría no reconozca su legitimidad, sino a que no acepta la discriminación de otras corrientes judías – como la conservativa y la reformista, frente a la ortodoxa -, ni su ocupación militar en Cisjordania sin otorgar a los palestinos los derechos que la mayor parte de la comunidad internacional, y lógicamente la occidental, dan por sentado para cada ser humano.
La “Ley de la Nacionalidad” de Netanyahu y sus socios extremistas, por lo tanto, no fue una elección entre un Estado que sea totalmente judío y otro que sea verdaderamente democrático. La votación en el Parlamento israelí fue determinar la prioridad de un romanticismo político, apoyado por Bibi, con sus desastrosas consecuencias, y dejar de admitir el mismo orden jurídico propuesto por todos los padres del Movimiento Sionista, desde la derecha hasta la izquierda sin excepción, que nos permitió a los judíos regresar como ciudadanos libres y soberanos a formar parte de la sociedad de las naciones.
Netanyahu, sólo por ansias de poder, sacrificó en el altar de la Knéset la decision más importante del Movimiento Sionista.
La historia del judaísmo y del sionismo nunca se lo perdonará.
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