Leyenda del enemigo

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Ayer se fabrica siempre en mañana: finge el pasado su patria al futuro, quien lo inventa para él mismo inventarse. Nada sucede en ese tiempo mítico, donde pasado y futuro suplantan al presente. La leyenda se forja en el relato de otro tiempo en el cual todo es inmóvil; de otro tiempo, de un tiempo de los dioses patrios, que en su benevolencia pueden dotarnos de un destino colectivo.

En pasado y futuro está el destino, del cual es nuestra sangre esclava: eso rumia el patriota, eso le salva. No hay más clave del totalitarismo que su sacrificar nuestro presente sobre el ara de los dioses patrios: “fuimos, seremos…, ahora se nos impide…” Y el porvenir promete edenes primordiales. No es nuevo. Ni siquiera es el hallazgo de Rosenberg o Heidegger. La invención legendaria del pasado, como arcana guarida del auténtico espíritu de la nación sagrada, es la herencia de ese romanticismo que suple con retórica el fracaso de la revolución en Centroeuropa cuando comienza el siglo diecinueve. Un jovencísimo Karl Marx daría a esa tragedia concepto irrevocable en 1843: es la historia encarnada en las propias fantasías. Y, “del mismo modo en que los pueblos antiguos vivieron su prehistoria en la mitología…, nosotros somos contemporáneos filosóficos del presente, sin ser sus contemporáneos históricos”.

Anacrónico paso de tragedia a sainete, el cónclave de “sabios” amasado por la administración nacionalista construye, en Cataluña, la leyenda de un ayer en todo acorde al mañana que habita el delirio de Convergencia y de sus pintorescos escuderos. Y hasta puede que alguno se lo crea: creer es siempre lo más confortable, lo que nos pone a salvo del peligro de pensar, eso hoy tan antipático. La función de ese bucle de Moebius, que fluye del ayer hasta el mañana sin que el hoy –ese dique– lo retenga, la postularon severas cabezas del nazismo en los años que incubaban el gran salto europeo hacia la muerte. “Se trata de inventar a un enemigo”: el hallazgo es sencillo. Prodigioso, también, en su congelada eficacia. Carl Schmitt explicita su admonición brillante para un caudillo futuro: da igual el rostro que le sea impuesto, “el enemigo político no necesita ser moralmente malo ni estéticamente feo, no hace falta siquiera que se erija en un competidor económico…, basta con que sea el otro, el extraño”, aquel frente a cuyo riesgo nos reconocemos, aquel cuya presencia pone miedo y rechazo, identidad por tanto. La grey se identificará enseguida con quien se ofrezca para aniquilarlo. Y, frente a la amenaza, ese “nosotros”, que hasta aquel mismo instante daba risa, trocará nuestro pavor en certidumbre. Inventar ese miedo es sacerdocio que se reserva a los intelectuales que administran el alma de su pueblo: sobre el discurso rectoral de un Heidegger se alza el perenne monumento de Auschwitz. Ningún historiador que alce enemigos legendarios en el pasado histórico podrá librarse del remordimiento del aprendiz de brujo ante el diluvio. No se acarrea lo peor impunemente. Tampoco, bajo disfraz académico.


Pasados legendarios, futuros luminosos… Insulsas variedades del providencialismo. Un penoso romanticismo histórico puso, al final del siglo dieciocho, los cimientos del salto hacia la nada. Fue en el año 1795 y en Jena: “Tenemos que tener una nueva mitología… Un más alto espíritu, enviado del cielo, tiene que fundar entre nosotros esta nueva religión; será la última obra, la más grande, de la humanidad…”

Una nueva mitología… Pero… Siglo y medio más tarde, la tuvieron.

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