De acuerdo con la Constitución libanesa, el puesto presidencial tiene que ser ocupado por un cristiano maronita, mientras que el de primer ministro le corresponde a un musulmán sunita. Ése fue el acuerdo que desde mediados de la década de los cuarenta del siglo pasado intentó oficializar un reparto del poder político funcional que diera satisfacción a una población caracterizada por ser un abigarrado mosaico étnico y religioso. Sin embargo, al paso del tiempo, con los cambios ocurridos en la demografía libanesa y la alteración del poder proporcional que cada uno de los grupos ejercía efectivamente, la disposición constitucional arriba mencionada ha tenido cada vez más problemas para ponerse en práctica.
Es así como desde mayo de 2014 cuando el presidente cristiano Michel Suleiman terminó su gestión, las fuerzas políticas libanesas no han logrado ponerse de acuerdo para nombrar un nuevo Presidente. Aun cuando el primer ministro y el Parlamento —que extendió por dos periodos sus funciones— consiguieron mantener en medio de crecientes tensiones el control del país, el vacío de poder existente de facto ha constituido un factor desestabilizador, más aún cuando en la vecina Siria se registra la catástrofe más grave de su historia, con repercusiones inmediatas en Líbano, siempre conectado de una manera u otra, con lo que ocurre en Damasco y sus alrededores. Sabido es que, por ejemplo, el Hezbolá libanés participa con sus fuerzas militares en la guerra civil siria en apoyo al régimen de Al-Assad, al igual que casi un millón de refugiados sirios han arribado a Líbano a fin de escapar del infierno que se vive en su país.
En ese contexto, se anuncia que mañana, 31 de octubre, podría por fin haber consenso para el nombramiento de quien ocupe la Presidencia libanesa en los próximos seis años. El elegido es el general Michel Aoun, un cristiano maronita líder del más grande bloque cristiano en el Parlamento, el Movimiento Patriótico Libre, y al mismo tiempo un sólido aliado de Hezbolá e Irán. Esta elección ha sido por demás problemática debido a la resistencia opuesta por el otro bloque cristiano y por el representado por las fuerzas sunnitas encabezadas por el exprimer ministro Saad Hariri, enemigo acérrimo de Hezbolá a quien se acusa de haber asesinado al padre de Hariri.
La posibilidad de acabar con el vacío presidencial se destapó hace una semana cuando Saad Hariri, apoyado desde siempre por Arabia Saudita tanto política como económicamente —y por ende firme opositor de Hezbolá e Irán— declaró, paradójicamente, que apoyaría a Michel Aoun para la Presidencia. Pocos días después, el máximo líder del Hezbolá, Hassan Nasrallah, expresó su disposición a aceptar a su opositor Hariri, como nuevo primer ministro. En síntesis, los enemigos acérrimos llegaron a un acuerdo que podría poner fin a la crisis de gobierno libanesa.
En este caso es evidente que Hariri fue quien primero cedió, con el consecuente enojo del gobierno saudita para el cual la Presidencia de Aoun significa perder ventaja ante el bloque Hezbolá-Irán ahora posicionado para asentarse en calidad de poder presidencial. Hariri explicó que su concesión derivó de la necesidad de unificar al país y prevenir que el vacío de poder que prevalece desemboque en una nueva guerra civil estimulada por la inestabilidad regional generada por el sangriento conflicto que se desarrolla en la vecina Siria. Así las cosas, es un hecho que este nuevo acuerdo representa un notable incremento del poder e influencia regionales del Hezbolá y de Irán, en detrimento de los intereses sauditas. Y ello se suma, sin duda, al avance que bien podría tener Irán en la región en territorio iraquí una vez que el Estado Islámico sea expulsado de ahí y prevalezca el dominio de las fuerzas militares del gobierno de Bagdad, eminentemente controladas por el sector chiita de su población.
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