Alguna vez, Líbano fue llamado la Suiza del Medio Oriente en razón de su prosperidad y su importancia como centro financiero por excelencia de la región. Con apenas 10.4 mil kilómetros cuadrados de superficie, fue, desde su independencia en 1943, un crisol donde convivían cristianos, musulmanes y drusos de diversas orientaciones, que, además, tenían como rasgo distintivo dentro de su cultura nacional una esencia franco-árabe que les daba un toque cosmopolita combinado elegantemente con los sabores, olores y ritmos del Oriente árabe con todo su singular encanto.
Poco tiempo le duró a Líbano ese glamur. Los conflictos interétnicos, las diferencias religiosas y el asentamiento de la OLP en su suelo a partir de 1970 desembocaron en una cruenta guerra civil que se desplegó entre 1975 y 1990. Fueron quince años de destrucción y caos en los que participaron agentes externos múltiples: fuerzas militares sirias e israelíes, marines norteamericanos, contingentes de la ONU y brigadas francesas. Los cotidianos atentados terroristas, el sufrimiento de los civiles y la destrucción de centros urbanos dejaron a Líbano en ruinas. Y aunque con la mediación de Arabia Saudita finalmente se restableció una frágil paz mediante los Acuerdos de Taif, en 1990, Líbano no ha logrado recuperar una mínima estabilidad a pesar de que esporádicamente parecía alzar cabeza.
Hoy las cosas han vuelto a un punto crítico. Hace dos días se registró en el país una huelga general convocada por la Confederación General del Trabajo, en la que participaron ciudadanos pertenecientes al sector público y al privado. Tiendas, bancos e incluso oficinas gubernamentales cerraron sus puertas mientras que manifestantes bloquearon diversas vías, entre ellas las que conducen hacia el aeropuerto de Beirut. El reclamo tiene que ver con las deplorables condiciones económicas que prevalecen y que se reflejan en el desplome brutal del valor de la libra libanesa, los bajos salarios y los altos precios de artículos de primera necesidad y de la gasolina. De hecho, los automovilistas hacen filas por horas para surtirse de combustible.
Francia, en su calidad de poder colonial que mantuvo su presencia en Líbano entre las dos guerras mundiales, ha iniciado una campaña de donación internacional de alimentos, medicinas y equipo médico con la expectativa de que cerca de 20 naciones desarrolladas contribuyan a ella.
No cabe duda que los actuales males que aquejan a Líbano son diversos. A la proverbial ineficiencia y corrupción de su clase política y su oligarquía, se sumaron los efectos de la pandemia del coronavirus y la catástrofe registrada en agosto pasado, cuando estallaron 2,750 toneladas de nitrato de amonio almacenadas en una bodega y que arrasaron con el puerto de Beirut como lo habría hecho un terremoto de intensidad descomunal. Este hecho, con su caudal de dolor y muerte, fue la puntilla para la desfalleciente economía de este pequeño país que, por añadidura, ha estado sin un gobierno funcional desde agosto.
El designado primer ministro, Saad Hariri, nominado al puesto en aquel entonces, no ha conseguido apoyo de la presidencia para la conformación del gabinete, de tal manera que, hasta el día de hoy, no hay un liderazgo firme al cargo capaz de tomar las decisiones de políticas públicas necesarias para aliviar la situación. El Banco Mundial describió recientemente la crisis financiera y económica libanesa como una de las peores registradas en los últimos 150 años.
En el ya legendario pleito entre familias y clanes que se disputan el poder, destaca la presencia disruptora del Hezbolá, que constituye una fuerza armada con mayor poder incluso que el propio ejército nacional libanés, y que representa al poder musulmán chiita en Líbano. Hezbolá, de igual forma, funciona de facto como un brazo armado al servicio de Irán, el cual utiliza a Líbano como un trampolín al servicio de sus necesidades de expansión regional. Y el otro elemento que sin duda ha complicado más las cosas es la magnitud del conglomerado de refugiados sirios que hoy se encuentran en suelo libanés. Cerca de un millón de ellos se han agregado a la población local que requiere trabajo, vivienda, alimentos y servicios diversos. Es así que la situación nacional equivale a un penoso callejón sin salida que sólo a partir de una decisiva ayuda internacional podría quizás conjurarse.
Artículos Relacionados: