Los fines de año son propicios para hacer balances y apreciar, tanto en el plano personal como en el social, económico y político de cada entorno, qué tanto el escenario de hace doce meses ha cambiado y también cuánto de lo que había ha dejado de ser o de estar. Lo primero que en estos momentos viene a la cabeza es, por supuesto, la pandemia de la covid. En vísperas de la Nochebuena pasada, ese término era desconocido para la inmensa mayoría de la humanidad, y hoy es difícil encontrar a alguien que no sepa de él o que no haya sido su víctima en algún sentido. De hecho, el planeta entero aparece hoy atrapado y sofocado por ese inclemente virus.
Al hacer un recuento de lo acontecido en la zona del Oriente Medio, eso es entonces lo primero que salta. Igual que en el resto del mundo, las naciones y pueblos que integran esa región libran cotidianas batallas para controlar los contagios y mantener más o menos a flote sus economías. Se trata de una realidad que se ha vuelto común para todos. Sin embargo, hay cuestiones específicas que vale la pena señalar dentro del panorama de esa región.
Por desgracia, continúan muchos de los viejos problemas. Sigue la atroz guerra civil en Yemen, donde desde hace años se enfrentan rebeldes chiitas hutíes contra fuerzas gubernamentales, apoyados los primeros por Irán y las últimas por Arabia Saudita. Ahí las víctimas mortales, las epidemias, la hambruna y una crisis humanitaria de graves proporciones siguen prevaleciendo. De igual modo, Irak no acaba de estabilizarse por la colisión en su territorio de intereses étnico-religiosos divergentes que se desencadenó a partir de la invasión norteamericana de 2003, cuando fue derrocada la dictadura de Saddam Hussein.
Siria, por supuesto, está hecha pedazos por efecto de la guerra civil estallada desde las protestas populares de 2011, por lo que se halla en un grave estado de fragmentación, a pesar de que, oficialmente, Bashar al Assad siga encabezando un gobierno que controla ya sólo una porción de su territorio. Turquía hace y deshace ahí a placer, luego de haberse posicionado favorablemente gracias a decisiones tomadas por la administración del presidente Trump. Mientras tanto, Líbano sufre penurias económicas como nunca antes, agravadas por la explosión registrada en el puerto de Beirut en agosto pasado, y por las disputas entre sus diversos grupos étnicos, uno de los cuales, el de los chiitas organizados bajo la bandera del Hezbolá, actúa de acuerdo a sus particulares intereses, que no son, por cierto, los de la nación en su conjunto. Mientras tanto, a casi una década de la llamada Primavera Árabe, Egipto ha recaído en aquello que parecía haber superado: una dictadura militar que, a cambio de una frágil estabilidad política, actúa violando derechos humanos, igual que durante la época de Mubarak.
Por otra parte, ¿qué ha desaparecido o disminuido en el Oriente Medio? Sin duda, el tenebroso Estado Islámico o ISIS ha dejado de tener el protagonismo que tuvo durante un lustro. Una combinación de fuerzas internacionales y locales logró desactivar al presunto Califato Islámico que por un tiempo sentó sus reales en amplias zonas de Irak y Siria y desplegó células combatientes que asolaron regiones vecinas. Los golpes sufridos le obligaron a disminuir sus peligrosos avances, hasta el grado de que hoy esa organización terrorista, que llegó a ser un agresivo semi Estado de carácter fundamentalista islámico sunita, ha desaparecido del escenario.
Otra realidad que hace un año no podíamos imaginar ha sido lo que puede ser considerado como el fin del añejo conflicto árabe-israelí, ya que con la normalización de relaciones entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos —más Egipto y Jordania, que ya antes habían firmado acuerdos de paz— puede considerarse que el mundo árabe sunita, durante más de siete décadas en estado oficial de guerra contra el Estado judío, ha abandonado esa postura.
Un pragmatismo a ultranza se ha impuesto, en la medida en que las ventajas ofrecidas por la administración norteamericana, más los incentivos de beneficios geoestratégicos, comerciales y tecnológicos capaces de ser aportados por Israel de cara a la compartida amenaza iraní, les han sido lo suficientemente atractivos como para desentenderse de la condición que siempre exigieron para anular el estado de guerra contra Israel: la solución de la cuestión palestina. Y es que la sin duda buena nueva de la paz árabe-israelí implica también el relegamiento de la causa palestina en la agenda árabe general y, por tanto, el asentamiento de una realidad que no augura tiempos fáciles por venir ni para el pueblo israelí ni para el palestino, ya que, en las circunstancias actuales, ambos se enfilan a quedar apresados en un conflicto cuya solución resultará cada vez más y más complicada.
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