En el final de siglo pasado sentimos y supimos que la historia es trágica, que la guerra es el destino de los hombres, que el odio al vecino es una categoría del espíritu. Por eso, cuando resplandeció la luz como en Sudáfrica, Irlanda u Oriente Medio, temblamos ante la idea de que pueda apagarse. Cuando hombres como Luther King proclaman: “Tuve un sueño”, temimos que nunca se conviertiera en realidad. Cuando Mandela pronunció su perdón a los blancos, participamos en lo sublime. Cuando un luchador como Itzjak Rabin murió entonando canciones de fraternidad, descubrimos a un judío alcanzando lo universal. Así comprendimos que los mártires de la paz irradiaban mil veces más luz que los vencedores de la guerra.
El mundo llora a Rabin como en su momento lloró a Sadat y volvemos a descubrir lo que ya sabíamos: el verdadero heroísmo es estar en ocasiones en contra de los tuyos, al menos en contra de una parte de los tuyos. Y, además, se muere a manos de ellos. “Un judío ha matado a otro judío” dicen. Para los demás es algo habitual. ¿Quién mató a Gandhi, a Luther King, a Sadat? Y, por otra parte, ¡qué final para Rabin! El asesino disparó cuando su víctima acababa de pronunciar un discurso que llenaba el corazón de gratitud.
Rabin no era demasiado expresivo. Impresionaba su sobriedad, su fuerza, su determinación. Este militar pragmático encarnaba a Tzáhal desde la muerte de Moshé Dayán. Tenía un lenguaje directo y la falta de emociones de los primeros sabras. Le preocupaba tan poco la coherencia mística, bíblica o ideológica que presentaba sus propios cambios como otras tantas adaptaciones naturales a la evolución del mundo. La guerra era posible contra cualquier vecino, no contra el enemigo del interior. Rabin intentó derrotar la primera Intifada. En cualquier caso, no quería un Estado judío donde los musulmanes fueran mayoría. Era así de sencillo. Estaba decidido. Sería difícil, muy difícil. Mucho más de lo que, en su opinión, creía Shimón Peres. Pero, una vez más, era algo que estaba decidido. Cierta vez alguien le preguntó si era partidario del “Gran Israel”. “No sé lo que significa eso”, respondió. “Nunca pretendí anexionar, ocupar o controlar un país árabe. Ofrecemos a los palestinos lo que nunca les ofreció ningún Estado árabe”, afirmó claramente.
Hay que entender que las opiniones basadas en la incapacidad que alguien como Rabin podría tener para negociar con la OLP no carecían de fundamento. No se habían modificado oficialmente las declaraciones intransigentes y radicales de su predecesor, Itzjak Shamir, durante la Conferencia de Madrid, y, por otra parte estaba prohibido por ley que un ciudadano israelí sé reuniera con miembros de la OLP; la política y la estrategia del Estado hebreo definían a la OLP como una organización terrorista con la que cualquier relación suponía una traición. Además prendía en la imaginación colectiva la idea de que los territorios ocupados eran territorios recuperados y que era imposible plantearse una retirada de regiones con nombres tan bíblicos como Judea o Samaria.
Para entender mejor el asesinato de Rabin hay que recordar que tras la fulgurante victoria en la Guerra de los Seis Días, la gloria judía de Jerusalén coincidió con los últimos trabajos de los historiadores que revelaban la planificación industrial del genocidio nazi. A grandes rasgos, la reunificación de Jerusalén coincidió con la renovación religiosa en el judaísmo de la diáspora, en la que se empezó a pensar, sin decirlo explícitamente, en la conveniencia de recorrer el camino que va desde el Holocausto a la reconquista de la antigua tierra de Israel”.
Tanto Israel como la diáspora judía vieron entonces aparecer en su seno grupos ultrasionistas e hiperortodoxos y sectas integristas. La celebración reiterada – y más que legítima – de la memoria de la Shoá se hacía inseparable del apego incondicional no sólo al Estado hebreo, sino también, y sobre todo, a sus últimas conquistas. Se trataba de grupos minoritarios, puesto que no consiguieron impedir la devolución a Egipto de la Península del Sinaí, llevada a cabo por el derechista Likud de Menajem Beguin. El caso es que una parte de esa diáspora, en relación con sus homólogos israelíes, se convirtió en una minoría mesiánica activa cuando los laboristas llegaron al poder y firmaron los Acuerdos de Oslo con los palestinos. Entre el apretón de manos de Rabin y Arafat y la matanza de Hebrón, en febrero de 1994, existía una relación estrecha. Allí estuvo la ruptura, la transgresión.
Recordemos lo que ocurrió en Hebrón. Un judío, Baruj Goldshtein, un padre de familia, un médico iluminado que tenía especial influencia sobre su entorno, disparó a quemarropa sobre árabes que rezaban en la Cueva de los Patriarcas, en la tumba de Abraham. Desde aquel día, los judíos se dieron cuenta de que si querían podían ser asesinos como cualquiera, y de que su religión podía deformarse tanto como la de sus vecinos.
No se puede jugar con la vida de los pueblos ni con el imaginario de las conciencias. Lo que más le reprochaba a Israel alguien como Nahum Goldman, ex presidente del Congreso Judío Mundial, era escudarse en la legítima preocupación por la seguridad para no pensar acerca de la imposibilidad de sustituir la legalidad internacional (restitución de territorios) por una legitimidad bíblica (anexión de Judea y Samaria). Los diferentes Gobiernos israelíes siempre anunciaron que estaban dispuestos a intercambiar “paz por territorios”. Es lo que ocurrió con Egipto y Jordania. Pero con los palestinos las autoridades estaban tan poco dispuestas a emprender una labor de convencimiento de la opinión pública, como a dar el gran salto.
Pero volvamos al asesinato de Rabin. Creo que no se subrayaron suficientemente sus circunstancias. Se describió y mostró la manifestación en la que Rabin, feliz, cantaba a la paz. Pero fueron dejados de lado los motivos por los que se había organizado esa multitudinaria concentración. Era todo menos una iniciativa festiva. Era una movilización popular y súper militante para responder a la demonización lanzada por la oposición encabezada por su líder, Binyamín Netanyahu, y grupos ultranacionalistas mesiánicos (colonos y kahanistas) contra el gobierno legítimo de Rabin y Peres.
Una propaganda injuriosa, frecuentemente grosera y, en ocasiones, claramente amenazadora: un ex gran rabino instaba a los militares israelíes a la deserción; otro insistía en confesar que sí alguna vez mataban a Rabin no lo lamentaría; en los asentamientos podían leerse inscripciones de “Muerte a Rabin”, por no hablar de los carteles donde se veía a ese mismo Rabin con la kefiya de Arafat o vistiendo un uniforme nazi. La manifestación política de la paz era una respuesta a esos ataques. Ygal Amir no estaba poseído por una especie de fuerza maléfica aislada que le inspiró un asesinato. Fue armado, animado, conducido hasta su víctima por unos enemigos irreductibles y un Likud cuyo accionar fue una vez democrático – y podría volver a serlo – pero a la que las alianzas con los mesiánicos de las distintas sectas convirtieron en irresponsable.
Ahora se escucha a gente débil preguntarse si aquél proceso de paz no habría ido demasiado lejos y demasiado rápido. En general, se trata de personas que no lo deseaban o que se resignaban al mismo con mucha dificultad. Ellos ven en esa desgracia, que deploran, una justificación de sus antiguas reservas. ¿Se puede llegar a un acuerdo contra la opinión de una mayoría, de la población? Desde luego que no. Razón de más para hacer que esta mayoría se invierta y que la presión del exterior actúe esta vez en el buen sentido.
Nadie podrá ser más patético que Rabin, ese jefe militar, cuando les dijo a unos judíos estadounidenses: “No necesito que ustedes me den ninguna lección para llevar la política de mi país en una dirección que creo conforme a los intereses de mi pueblo y al ideal de mi nación. Puedo decirles que no fundamos el Estado de Israel para instaurar esa segregación que ustedes denunciaron durante tanto tiempo en Sudáfrica, ni para mantener una situación en la que un pueblo domine a otro”.
Para mí, esas dos frases resumen el testamento político de Rabin. ¿Por qué? Porque, al decir eso, Rabin pensaba como hombre de acción y actuaba como hombre de pensamiento. Y es que Rabin no perdió tiempo preguntándose lo que tenía que ser el Estado judío. Como verdadero estadista, decidió lo que éste no podía ser.
Este sabra tímido, verdadero héroe de Israel, encontró las palabras, justas hasta lo evidente, para situar la paz por encima de los individuos, de los pueblos, de las religiones y de las naciones. Será muy difícil llegar más alto.
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