Los Druidas

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Cuando los romanos conquistaron las Galias (S. I e.c.) trataron de anular la influencia ejercida por los druidas, jefes carismáticos de la población local. ¿Fue una decisión política o más bien una medida para protegerse del culto galo y de unos jefes religiosos bastante menos inofensivos de lo que se cree?

La sociedad gala estaba dominada por los druidas y los guerreros, dos grupos cuya función los coloca en el centro de prácticas condenadas por los conquistadores romanos. Sin embargo, sería simplista ver en los guerreros sólo hombres que siembran la muerte y en los druidas, unos viejecillos barbudos encargados de cortar muérdago con sus hoces de oro.

Una de las misiones de los druidas consistía en enseñar a los guerreros como matar y como usar la fuerza. Estas enseñanzas estaban basadas en una iniciación a la muerte, ya que se debía matar sin fallar, pero también morir sin demostrar debilidad.


La religión de los druidas enseñaba que los hombres tenían un alma inmortal y que ésta pasaba después de la muerte al cuerpo de otro hombre. Por ello, no se debía temer a la etapa que marca el fin de la vida, ni dudar en buscarla en combate a fin de suscitar la admiración del adversario y de satisfacer a los dioses con su sacrificio personal.

Para alcanzar esta perfección en una cultura de la violencia, los jóvenes guerreros eran clasificados por grupos según su edad y separados del mundo de los adultos. Allí aprendían las técnicas de la caza del ciervo y del jabalí, así como a luchar a mano limpia y a mantenerse en el mejor estado físico mediante ejercicios corporales.

César en “La guerra de las Galias”, enfatiza la barbarie de esta sociedad y pone como ejemplo la existencia de numerosos sacrificios humanos. Muchos acontecimientos dan lugar a estos sacrificios, los que revisten diversas formas según el dios en honor el cual se realizan.

Los sacrificios destinados a honrar a los dioses tienen cada uno un ritual que le es propio. Así, cuando una víctima es inmolada en honor de Tutatis, dios de la guerra y de los Pueblos, se la ahoga en un tonel lleno de agua. El dios Esus, otro dios de la guerra muy sanguinario, es honrado mediante el ahorcamiento de sus víctimas. Para honrar a Taranis, dios del cielo y del trueno, se encierra a los sacrificados en un inmenso maniquí de mimbre o heno que es colocado sobre una hoguera, a la que un druida prende luego fuego. Los inmolados son voluntarios, criminales o prisioneros de guerra, pero cuando no hay donde elegir, se inmola a cualquiera.

La partida a la guerra es otra ocasión para celebrar tales ritos. Es en este momento que interviene un personaje clave de la sociedad gala: la adivina o sacerdotisa, encargada de sacrificar a una víctima -originalmente un prisionero- antes del combate, a fin de averiguar su desenlace. La oficiante hace subir a su víctima por una escalera hasta el borde de un inmenso caldero y la apuñala, haciendo brotar la sangre. Al coagularse, ésta deja marcas en el interior del recipiente que la adivina se encarga de interpretar. El color, la consistencia y la dirección de las huellas sangrientas se transforman en señales proféticas. Cuando estos signos son difíciles de interpretar, la sacerdotisa renueva la operación con otra víctima y continúa así mientras lo considere necesario. La sangre de las víctimas se acumula al fondo del caldero, permaneciendo líquida. Cuando se ha juntado una cantidad suficiente, la mujer toma un cucharón y salpica con él a los guerreros presentes, los que excitados por la ceremonia están listos para morir en combate.

Gracias a los descubrimientos realizados en los años sesenta, en Gournay-sur-Aronde, en Oise, se ha podido reconstruir el calendario de sacrificios de una población belga, los belovacos, donde estas ceremonias están relacionadas con el cambio de estaciones y las grandes fiestas.

Los emperadores romanos proclamaron la supresión de los druidas y la prohibición de los sacrificios humanos. Sin embargo, esta práctica no desaparece totalmente hasta el siglo IV e.c.

Si las violentas costumbres de los galos repelen a César y a Tito Livio, se ha descubierto que en otras civilizaciones muy distintas esta práctica también existía. Por ejemplo en Cartago, ciudad enemiga desde siempre de Roma, se inmola a los recién nacidos al dios Ba’al Hamon. Este es el dios más poderoso del panteón cartaginés y su nombre significa “dios de la hoguera”. Este fuego puede designar tanto a la fosa para los sacrificios como al disco solar incandescente, que encarnaba al dios. ¿Porqué se sacrificaba a los niños? Quizás porque las familias, cuando aceptaban sacrificar a uno de sus hijos, esperaban recibir a cambio favores excepcionales del dios. Los niños, con la cabeza cubierta para que sus padres no pudiesen reconocerlos, son lanzados, en pequeños grupos, a un horno construido en las fauces abiertas y ardientes de la estatua que representaba a Ba’al Hamon. Sus cenizas se recogen en una urna y se depositan en un santuario a cielo abierto.

En la tradición hindú, las mujeres cuyo marido acaba de morir deben inmolarse en la hoguera donde éste es incinerado. La sociedad hindú considera, en efecto, que ellas pertenecen al esposo y no pueden, por lo tanto, seguir viviendo sin él. Felizmente, esta práctica ya no existe en nuestros días.

En cuanto a los aztecas, si bien tienen la creencia de que hay otra vida después de la muerte, la forma de morir determina como será la vida eterna y no los méritos acumulados en la tierra. El destino más ansiado es morir en combate o sobre la piedra de sacrificios. Durante estas ceremonias se practica también la antropofagia, la que tiene un significado preciso: el prisionero encarna al dios. Su cuerpo, después del sacrificio, se reparte entre los invitados y se reserva una parte para el emperador.

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