Desde fines del siglo pasado y hasta el programado, pero intempestivo retiro de las tropas norteamericanas de Afganistán hace poco, los talibanes fueron vistos por el mundo como los representantes máximos del fanatismo religioso en su variante islamista, con prácticas cuya brutalidad y salvajismo merecían quedar en los primeros sitios del museo universal del horror.
El cuadro que ofrecía su dominio no podía ser más espeluznante: mujeres muertas en vida, ocultas permanentemente, lapidadas y azotadas, presas de un analfabetismo obligatorio y sin posibilidad de dejar oír su voz. Al mismo tiempo, la música, los deportes y los pasatiempos más inocuos eran prohibidos a la población general so pretexto de ser prácticas exportadas por Occidente para fomentar perversiones o bien, por constituir distractores del deber único y esencial de dedicarse en cuerpo y alma al estudio de los textos sagrados. La sharía, o ley islámica, en su vertiente más extremista, fue la fuente de legitimidad esgrimida para imponer su dominio tiránico a pesar del horror en que quedó sumida la sociedad afgana.
Es así que cuando, hace poco menos de dos semanas, se anunció la toma de Kabul por los talibanes y se desencadenó el éxodo de los últimos vestigios de fuerzas estadunidenses y de la OTAN que aún permanecían en el país, el mundo se cimbró ante el escenario que estaba en proceso de imponerse. Los talibanes habían obtenido el control casi total del país, por lo que la alarma ante la muy probable repetición de la pesadilla que fue el dominio talibán de 1996 a 2001 sacudió fuertemente a la opinión pública. ¿Se repetirían las estrujantes escenas de hace veinte años? ¿Podía confiarse en declaraciones hechas por algunos de los jefes talibanes en el sentido de que las condiciones de vida de las mujeres no serían como entonces, sino que habría ciertas consideraciones favorables a ellas, siempre y cuando todo ello no transgrediera la normatividad islámica? Las conjeturas y especulaciones al respecto fueron en estos últimos días, como se dice en el argot actual, trending topic.
Pero anteayer irrumpió en el caótico escenario del aeropuerto de Kabul, donde ríos de gente intentan embarcarse en alguna aeronave para escapar del país, un evento que ha magnificado la catástrofe. Una gigantesca explosión perpetrada por dos bombarderos suicidas, acompañados de tiradores, provocó un escenario dantesco en el que perecieron más de un centenar de personas, entre ellos, muchos hombres, mujeres y niños afganos, cerca de tres decenas de talibanes y 13 soldados norteamericanos. El magno atentado, reivindicado por el Estado islámico Khorasan, agrupación islamista rival de los talibanes, ha hecho que la muy comentada imagen de crueldad de éstos palidezca ante la de los responsables de la masacre a las puertas del aeropuerto.
Las explicaciones a las que se recurre para entender lo que pasó van en la línea de que siendo Afganistán básicamente un país fragmentado tribalmente, con señores de la guerra actuando permanentemente para debilitar a sus rivales y ganar espacios territoriales, era difícil esperar que los talibanes, pertenecientes a la etnia pashtún y sin duda la más fuerte de las facciones, no encontraran resistencia a su hegemonía por parte de otros segmentos islamistas que se mueven con agendas e intereses distintos. Todo indica que la citada rama afgana del Estado islámico, cuyas pretensiones son las de recuperar el proyecto de la restauración de un Califato, tiene el objetivo de aprovechar el río revuelto de la situación afgana actual, con los norteamericanos y occidentales en fuga, para convertirse ellos en los mandamases, por encima de los talibanes.
En este contexto, y de un día para el otro, los jefes talibanes actuales, que dialogaron con la administración de Trump en Doha hace un par de años, que se entrevistaron apenas con el director de la CIA, William Burns, y que pactaron con Washington el mantenimiento del aeropuerto abierto y en manos de E.U. hasta el 31 de agosto, aparecen como un poder con el que, a pesar de todo, se ha podido hablar y pactar. A la luz de esto, parece ser que el menor de los males en esta difícil encrucijada es que los talibanes logren ejercer el control del país de tal forma que se estabilice mínimamente a fin de evitar el caos absoluto y lo que ello conllevaría: imposibilidad para la comunidad internacional de contribuir a resolver la crisis humanitaria que existe y la expansión de todas esas células islamistas ultra radicales cuyos objetivos no se limitan a actuar dentro de las fronteras afganas, sino mucho más allá.
La paradoja de hoy es que tanto para E.U. como para China, Rusia, Irán, Pakistán y las repúblicas exsoviéticas que limitan con Afganistán, la consolidación del poder talibán es urgente, aunque sea al mismo tiempo, tan sombría y terrorífica para los afganos. Quién lo diría.
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